El viajero Anónimo
Escrito por: Charlygaucho y Krenee
Este relato tiene algo de historia:
En el club de Argentina, Charly y yo llevábamos una guerra
cruel (La guerra de sexos), chistes machistas, chistes feministas: Al final,
llegamos a la conclusión de que ni a Charly ni a mí nos gustaban esas bromas y
que ambos creemos en la igualdad de sexos. Decidimos firmar la paz y Charly me
propuso un sitio neutral, entre Madrid y Buenos Aires para esa firma, pero como
yo soy muy “chula” y muy orgullosa, decidí que si Charly quería paz, tendría
que venir a Madrid, a mi despacho, el día y la hora que YO DECIDIESE, para
firmarla, si no, no habría paz.
Esta fue la respuesta de Charly, a la que siguió la
continuación de la historia escrita por mi.
Espero que la disfruteis
Krenee
El viajero se revolvió inquieto en su butaca, tomó su
maletín, sacó un papel y repasó todos y cada uno de los datos que en él estaban
escritos. Los informes eran precisos. Miró su reloj. Eran las 18:00 de un
viernes. Todo marchaba conforme a lo calculado.
Guardó los papeles, colocó el maletín a un lado, se revolvió
sobre la butaca y se durmió.
“...nas tardes, damas y caballeros, les habla el comandante
del vuelo AR 1351 de Aerolíneas Argentinas con destino a la ciudad de Madrid.
Hemos iniciado el descenso de aproximación hacia el aeropuerto de Barajas. Los
controladores de vuelo nos han dado la autorización para el aterrizaje. Se
ruega que los señores pasajeros se abrochen los cinturones y observen la
indicación de no fumar mientras se encuentren encendidos los respectivos
indicadores. Muchas gracias”.
“Good afternoon, ladies and gentlemen...”
El aviso lo había despertado, vio los carteles indicadores
de las prohibiciones y se ajustó el cinturón. Tomó el maletín y se dispuso a
aguardar el aterrizaje.
El Boeing 747 tomó tierra, carreteo sobre la pista
principal, se acercó a la cabecera y -tomando la pista auxiliar- se dirigió
hacia el centro de desembarque.
Cuando el avión hubo detenido su marcha, nuevamente se
escuchó:
“Damas y caballeros, hemos aterrizado en el aeropuerto de
Barajas, la temperatura es otoñal, de 17 grados centígrado con un 31 % de
humedad. El desembarque se efectuará únicamente por la puerta delantera. En
nombre del comandante, el resto de la tripulación y de Aerolíneas Argentinas les
agradecemos por viajar con nosotros y le deseamos una feliz estadía”.
Ya habían enganchado la manga de desembarco y el viajero,
presuroso, se dirigió hacia la puerta y observó que era el primero de la fila.
Mientras esperaba que la abrieran tomó una foto de sus bolsillos y la observó
atenta y cuidadosamente.
Cuando la puerta se abrió, avanzó por la manga hacia la sala
de ingreso. Entró en la oficina de inmigración. Había tres oficiales de
inmigración para recibir a los viajeros. Les dio una mirada y no tuvo dudas.
Guardando nuevamente la foto en el bolsillo, se dirigió resueltamente hacia la
que estaba en el centro.
“Buenas tardes” le dijo.
“Buenas tardes, señor. Bienvenido al Reino de España” le
contestó la mujer.
“Muchas gracias”
“Sería tan amable de permitirme su pasaporte, por favor”
El viajero introdujo su mano dentro del saco, extrajo el
pasaporte y se lo dio a la mujer.
Esta lo tomó, lo abrió y leyó: “MERCOSUR - REPÚBLICA
ARGENTINA - POLICÍA FEDERAL ARGENTINA” y a continuación los datos personales
del viajero, el sello de salida y la foto. Se detuvo en ella unos instantes y
luego -con el pasaporte en sus manos- dirigió la mirada hacia el viajero.
Alrededor de 1,75 metro de estatura, unos 50 años, cabello
castaño claro tirando a rubio, ligeramente ondeado, ojos de un azul muy
profundo, vestía un traje marrón claro, camisa amarillo pastel y corbata al
tono. No era un turista común tenía un aire muy especial que le llamó la
atención.
Él se sintió inspeccionado y sonrió. Ella lo advirtió.
“Si no fuera indiscreción, señor, podría Ud. decirme a que
se debe su viaje”.
“Por supuesto, he sido invitado por las Universidades de
Sevilla y de Salamanca para dar una serie de charlas y conferencias durante la
semana próxima, vinculadas al Derecho del Trabajo Comparado, todo ello en el
marco de las Primeras Jornadas de Derecho del Trabajo Iberoamericano
organizados por esas Universidades”.
Ella lo escuchó atentamente. Evidentemente no era un turista
común.
“Con la valiosa colaboración de los Dres. Ginés González
García y Alberto Recaredo Fernández hemos desarrollado un trabajo internacional
que se refiere a la evaluación comparativa de las legislaciones de España y de
diversos países Latinoamericanos, en especial Argentina, Brasil y Chile acerca
de la evolución de las normas reguladoras del Derecho Laboral, específicamente
de aquellas denominadas de flexibilización” agregó él.
“Es Ud. muy amable, no era necesario tanta información”.
“Discúlpeme, pero es lo menos que se debe hacer frente a la
simpatía y dedicación con que Ud. me está atendiendo. Es un muy buen gesto de
las autoridades colocar a personas tan atentas, simpáticas y capacitadas para
atender a los viajeros que generalmente llegamos algo desorientados”.
“Muchas gracias, señor, sólo cumplo con mi obligación. Ud.
parece ser una persona importante dentro del mundo jurídico” dijo ella.
“No tanto, soy una persona reconocida dentro del ambiente
del Derecho Laboral Latinoamericano, pera nada demasiado importante”, respondió
él
“¿Sabe Ud. que para poder ingresar es menester que cumpla
una serie de requisitos?”
“Sí, lo sé, ¿qué necesita?”
“Debe acreditar que posee como mínimo 30 Euros por cada día
que permanezca en la Comunidad”.
“Si me permite”, dijo él mientras acercaba el maletín, lo
abrió y mostrándole el contenido: “Acá hay 20.000 Euros en efectivo, más otros
30.000 en cheques de viajero de American Express y” tomando un papel que le
exhibió “además poseo una transferencia especial a mi nombre en el Banco de
España por otros 100.000 Euros. ¿Es suficiente?”.
“Sí, es más que suficiente. ¿Seguro médico?”
El viajero revuelve papeles en el maletín y extrae una
tarjeta “Mi tarjeta de Medical Assistance, donde consta que estoy cubierto en
el ámbito de toda la Comunidad”.
“Perfecto. ¿Reserva de hotel o invitación?”
“Por supuesto”, respondió él y extrajo otros papeles que le
extendió.
“Estas son las invitaciones de las Universidades que le mencioné.
En ellas se expresa que se hacen cargo del hospedaje desde el lunes hasta el
fin de las Jornadas”.
Ella repasó ligeramente el texto de los papeles.
“Discúlpeme, ¿desde hoy hasta el lunes?” inquirió devolviendo los papeles.
“Ha dado Ud. en la tecla, como pudo observar en las
invitaciones, el domingo a la noche está prevista una recepción especial a las
delegaciones extranjeras en el Palacio de la Zarzuela, porque el evento ha sido
declarado de interés nacional y comunitario, con la participación de algunos
integrantes del gobierno y de la Familia Real, pero lo cierto es que adelanté
el viaje un par de días para poder recorrer un poco Madrid y, en este momento,
debo cubrir ese bache de alojamiento. Ya que ha sido tan atenta conmigo me
permito hacerle una pregunta ¿Conoce Ud. algún lugar que me pueda recomendar
para alojarme?”
Ella lo miró pensativa.
“¿Sería tan amable de asesorarme cómo puedo llegar hasta la
ciudad y donde puedo conseguir información acerca de algunos lugares
interesantes para visitar en estos dos días? Perdóneme que la moleste tanto,
pero le pido que comprenda que estoy medio perdido y necesito que alguien me
asesore para que me pueda ubicar”.
Ella lo volvió a mirar sumida en sus pensamientos. Dirigió
la vista a su reloj de pulsera. Marcaba las 19:50 horas. Volvió a mirarlo.
Desde la profundidad insondable de sus ojos azules una
mirada penetrante pareció perforarla, acompañada de una sonrisa que completaba
el halo especial que rodeaba la figura de ese viajero, causándole un íntimo
estremecimiento.
Ella volvió a pensar, era muy resuelta, pero en ese instante
dudaba. Algo le decía dentro de su ser que se decidiese. Un molesto cosquilleo
nervioso se había instalado en su vientre. Hacía mucho que no experimentaba
esas sensaciones.
“Yo puedo sugerirle no sólo lugares donde alojarse sino
también donde asesorarse. Nuestro Ministerio de Turismo ha desarrollado toda
una red de centros de atención a los viajeros. En cuanto a su traslado a Madrid
puede Ud. solicitar un coche de alquiler en la entrada. Pero si Ud. no está muy
apurado yo tengo mi vehículo en el estacionamiento así que puedo acercarlo a la
ciudad, dentro de diez minutos termina mi jornada, así que si no le molesta
esperar unos minutos... ” dijo ella, de un tirón, como si de repente hubiese
tomado una decisión y la exteriorizase toda seguida para luego no poder
arrepentirse.
“¿En serio haría eso Ud. por mí? Para mí sería un gran honor
no sólo que me acercase sino que también me señalase algunos lugares que pueda
visitar en estos dos días, pero no quiero que molestarla en lo más mínimo”.
“Por favor, no es ninguna molestia, para mí también es un
honor poder colaborar con Ud. ¿Acepta?”
“Por supuesto”.
“Pues bien, detrás de esas puertas hay una cafetería, pídase
algo y dentro de unos quince minutos me reúno con Ud. allí”.
“Perfecto”, dijo él. La miró y extendió su mano “El
pasaporte...”.
Ella se sorprendió, no recordaba no habérselo devuelto, lo
tomó de encima del mostrador, le estampó el sello de entrada y con una amplia
sonrisa se lo entregó “Muchas gracias y nuevamente bienvenido”.
“Muchas gracias a Ud.” dijo él mientras guardaba el
pasaporte y los papeles en el maletín, tomaba éste y se dirigía hacia la puerta
señalada.
El viajero se dirigió a la cafetería, se acomodó sobre una
butaca, solicitó un café a la camarera y se decidió a esperar. Habían
transcurrido unos veinte minutos cuando ella apareció por otra puerta. Yo no
llevaba el uniforme de Migraciones. Ahora vestía como si fuese una colegiala,
con dos trenzas cayendo a los lados de su cabeza.
“¿Vamos?” preguntó.
Él tomó el maletín y siguió sus pasos.
Ambos iban en el automóvil, conversando de sus países, de la
tarea que él iba a desarrollar y de mil asuntos más. Parecían conocerse de
muchos años.
Ya estaban ingresando a la ciudad.
Él la miró mientras ella conducía con la vista fija en el
tránsito, que era bastante abundante dado que era viernes por la noche. Su
perfil se dibujaba contra las luces de los vehículos que circulaban en sentido
contrario.
“No sé si será demasiado atrevimiento de mi parte, pero
sería un placer si aceptase mi invitación para cenar juntos en el lugar que Ud.
decida. Si no acepta lo sabré comprender ya que debe estar muy cansada luego de
un largo día de trabajo y debe estar deseosa de llegar a su casa para ducharse
y cambiarse. Pero me permito tomar la iniciativa de invitarla, si Ud. no tiene
otro compromiso, ya que no es agradable cenar solo y menos en una ciudad
desconocida”.
Ella giró la cabeza, lo miró en la penumbra del habitáculo
del vehículo, sonrió: “Para mí también sería un placer. Si no le parece mal,
pasamos por mi casa que nos queda de paso ya que está en los suburbios y luego
lo alcanzo al hotel y combinamos para ir a cenar, ya sea en el mismo hotel o en
otro lugar. ¿Qué le parece?”
“Perfecto” contestó el viajero “lo que Ud. disponga me
parece perfecto”.
El coche siguió rodando y ambos se sumieron en sus propio
pensamientos.
Ella acercó el coche a una vivienda residencial rodeada de
un hermoso jardín. Enfrentó un portón metálico, lo abrió utilizando un control
remoto y estacionó sobre el jardín a la entrada del garaje, cerrando el portón.
“Desea una copa, mientras me ducho y me cambio” interrogó
ella.
“Sería un placer” respondió y ambos bajaron del vehículo
dirigiéndose a la entrada de la vivienda.
Luego que ella abrió la puerta ambos ingresaron a un
espacioso living adornado con un juego de sillones, una mesita sobre la cual
había una cierta cantidad de fotografías y un bar.
Señalándole este último le dijo “Sírvase lo que guste.
Enseguida vuelvo” y se dirigió resueltamente hacia el interior.
El viajero se acercó a la mesita y observó detenidamente las
fotografías, especialmente dos de ellas. En una aparecían dos jóvenes mujeres,
en la restante aparecía una tercera. A partir de ese momento ya no tuvo ninguna
duda. Estaba en el lugar correcto.
Se sacó el saco, se sirvió un whisky y se sentó en un
sillón. Cruzó una pierna sobre la otra balanceándola lentamente. Movió el vaso
girándolo y la dorada bebida circulaba dentro como si fuese un remolino. Así
pasaron unos treinta minutos en que el viajero estuvo sumido en sus
pensamientos.
Ella reapareció elegantemente vestida. Él se incorporó y
dirigiéndose hacia ella le dijo “Esta Ud. bellísima” y adelantó su mano,
tomando la derecha de ella la elevó hacia sus labios y estampó un beso en el
dorso de la misma.
Hacía mucho, muchísimo tiempo que ella no recordaba haber
recibido un gesto tan galante y esa sensación la envió hacia atrás, muy hacia
su pasado.
La rapidez de los movimientos del hombre, la sorpresa que le
produjo y el ensimismamiento en que estaba sumida le impidieron reaccionar
cuando él actuó.
En el mismo momento en que estampaba el beso, con la otra
mano extrajo un par de esposas de su bolsillo, colocó la argolla alrededor de
la muñeca derecha de ella, le tomó la otra mano, sin soltar la primera y cerró
la segunda argolla sobre la otra muñeca. Los brazos quedaron unidos sobre su
vientre. En un movimiento veloz giró el cuerpo de ella, la aplastó contra el
suyo y tapó su boca con la mano derecha, con la izquierda le introdujo en la
boca un pañuelo hecho una pelota y luego le colocó otro pañuelo como una mordaza
atándolo sobre su nuca.
Cuando ella quiso reaccionar ya estaba esposada y
amordazada. Con mucha amabilidad él la tomó del brazo y la condujo frente a uno
de los sillones. En ese momento apretó su brazo, garfios de acero se cerraron
sobre sus carnes estrellándola contra los huesos. Un dolor insoportable surgió
del brazo y explotó en su nuca. Ella retorció su cuerpo y él aflojó la presión.
Tiró hacia abajo, obligándola a arrodillarse sobre el suelo. La tomó de los
cabellos y la hizo erguirse sobre sus rodillas. Cuando estuvo en la posición
que el extraño quería, la soltó, se colocó frente a ella, le levantó la
barbilla de manera que ella lo mirase y desde la inmensa altitud opresiva de su
cuerpo le estrelló en su rostro:
“Yo digo las cosas una sola vez. No pretendo causarte ningún
daño, no me obligues a hacer lo que no quiero. No te voy a perdonar ni una sola
mentira ni una sola desobediencia”.
No eran palabras, eran latigazos que se estrellaban contra
su cuerpo. El extraño fijaba las reglas de juego con la tranquilidad de saber
que dominaba la situación totalmente.
El extraño se agachó, tomó sus muñecas y revisó que las
argollas estuviesen bien cerradas, luego se deslizó a sus espaldas y ajustó el
nudo de la mordaza, luego tomó los bordes de ésta y la acomodó sobre la cara de
ella. Luego la empujó desde los hombros haciendo que se sentara sobre sus
piernas recogidas.
Conforme con su tarea, se dirigió hacia el sillón, se sentó,
tomó el maletín y extrajo un libro.
Ella lo miró extrañada, estaba forrado en cuero, sobre su
tapa se leía en letras doradas: “José Hernández - MARTÍN FIERRO”.
El extraño abrió el libro, cruzó las piernas, comenzó a
bambolear unas de ellas y se dedicó a la lectura.
Ella lo miró. Se sentía extraña, desubicada. Pocas veces en
su vida se había dado el lujo de perder el control de la situación y ahora se
veía atada y amordazada a merced de un extraño que se había metido en su casa y
en su vida.
A medida que el tiempo pasaba su nerviosismo crecía. La
incertidumbre de los objetivos de aquel extraño la ponían muy mal. Por su
cabeza daban vueltas mil y una hipótesis. Si hubiera querido robarle no estaría
leyendo tan tranquilo. Si la hubiese querido violar o dañar ya lo hubiese hecho
y no estaría ahí impávido como si estuviese esperando algo.
Fijó su vista en la cara de él, Ni un solo músculo se movía,
estaba sumergido en la lectura y sólo se notaba el movimiento de los ojos
recorriendo los párrafos y las manos dando vuelta las hojas. Cada tanto su
pierna derecha cruzada sobre la izquierda se bamboleaba lentamente.
La incertidumbre la enloquecía, pero el lejano tic tac de su
reloj crispaba aún más sus nervios que estaban a punto de estallar.
El extraño parecía no prestarle atención. En un momento se
acalambró y movió ligeramente su cuerpo sólo para acomodarse mejor. En un
instante, de dos zancadas el extraño estuvo a su lado y con una firmeza
increíble le tomó su barbilla levantando su cabeza. Nada dijo. Sólo la miró a
escasos centímetros de su rostro. El fulgor de esos ojos profundamente azules
le taladró los suyos y la mirada explotó en el fondo de sus sienes.
No necesitó decir nada, su mirada era suficiente. El extraño
la dejó y volvió a sentarse y continuó leyendo. En un momento se levantó, tomó
un cenicero, extrajo un paquete dorado de cigarrillos, tomó uno, lo prendió y
exhalando una voluta de humo, la miró y dibujó una socarrona sonrisa en su
rostro. La burla se revolvió en sus entrañas, llevándola al paroxismo. El
estado de nerviosismo era total y ella se dio cuenta que no solo no dominaba la
situación sino que ni siquiera se podía dominar ella misma.
Los nervios la llevaron a que comenzara a respirar con
dificultad. Abría la boca todo lo que podía para tratar de inhalar, pero la
mordaza se lo impedía y el pañuelo que tenía dentro de su boca se la había
secado provocándole una sensación muy difícil de soportar.
El extraño advirtió el ritmo alocado de su respiración. Dejó
el libro a un lado, la miró:
“¿Te molesta la mordaza?”
Ella asintió con violentos movimientos de cabeza de arriba
hacia abajo.
“¿Vas a gritar?”
Ella negó con violentos movimientos de cabeza de derecha a
izquierda. Sabía que aunque gritase nadie la iba a escuchar. Su casa estaba
rodeada por jardines y alejada de las restantes.
“¿Vas a obedecer?”
Ella asintió con la cabeza.
“¿Te vas a portar bien y a no causar problemas?”
Ella volvió a asentir.
“Recordá que no pienso perdonarte ni una sola desobediencia
ni una sola mentira. ¿Entendiste?”
Ella volvió a asentir.
Él se levantó, se dirigió a la espalda de ella, aflojó el
nudo y luego le retiró la mordaza. A continuación introdujo un par de dedos en
su boca y comenzó a sacar el otro pañuelo. Ella estuvo tentada de morderlo,
pero desistió ya que se dio cuenta que no iba a lograr nada.
Él se colocó frente a ella:
“¿Estás mejor así?” preguntó.
“Sí” fue la respuesta de ella.
Él volvió a sentarse, tomó el libro y continuó leyendo.
Las preguntas se amontonaban de a cientos en su mente y las
disparó sin interrupción, una tras otra:
“¿Por qué? ¿Qué te hice? ¿Qué querés? ¿Qué me vas a hacer?
¿Quién sos?”
Él solo levantó ligeramente la vista y con firmeza dijo:
“No recuerdo haberte preguntado nada y acá el único que
pregunta soy yo. Tampoco recuerdo haberte dado autorización para que hables. Es
la última advertencia que te hago”. Continuó con la lectura.
Habían transcurrido más de tres horas desde que él la aprisionara.
Sus nervios no daban más. Una molesta sensación expansiva se generaba en su
vientre y un pequeño dolor molesto se irradiaba desde allí. Se decidió a
hablar.
“¿Puedo decir algo?”
“Te escucho” dijo él.
“Tengo... necesidad...” dejó ella la frase sin concluir.
“¿Necesidad de qué?”
El rojizo velo de la vergüenza la atrapó. Ella era
consciente que cada segundo que pasaba, cada cosa que ella necesitaba la
sometía más y más a la voluntad de ese extraño.
“Tengo necesidad de ir al baño” susurró casi
imperceptiblemente ella.
Él dejó el libro abierto sobre el brazo del sillón, se
acercó a ella y tomándola del brazo la ayudó a incorporarse. Con su mano en el
brazo le inquirió “¿Dónde?”
“Hacia allá” respondió y comenzó a caminar.
Cuando llegaron al baño, ella entró y con el taco de su
calzado trató de impulsar la puerta hacia atrás. La puerta rebotó contra el
hombro de él y se abrió totalmente. Él la acompañó adentro, le soltó el brazo y
se sentó sobre el borde de la bañera.
“¿Qué hace?” preguntó ella.
“Miro” contestó.
“Con Ud. acá no puedo”.
“O podés o te hacés encima, vos elegís”.
La sensación era incontrolable así que se resignó.
Levantando los brazos le dijo “Así no puedo bajarme la ropa”.
Él se sonrió: “O podés o te la bajo yo, vos elegís”.
Su rostro se encendió. El rojo la dominó. Tratando de
mantener la falda de manera que la cubriese lo más posible, con sus manos
encadenadas bajó sus bragas hasta la altura de las rodillas y se sentó. La
situación era increíble. Ella tratando de orinar y un extraño la estaba mirando
a menos de dos metros sentado sobre el borde de su bañera. No aguantaba más así
que dejó que su cuerpo se abandonase. Girando sobre si misma tomó un trozo de
papel y agachándose se secó. Se paró, subió sus bragas como pudo tratando de no
mostrar nada. Quedaron torcidas, le molestaban y eso sumó un nuevo factor de
irritación. Se paró. Él también. Volvió a tomarla del brazo y juntos
recorrieron el camino inverso.
Cuando llegaron, él observó el reloj: “Creo que es hora de
cenar. ¿Dónde está la cocina?” Con un movimiento de cabeza ella indicó el
camino. Hacia allí se dirigieron. “Prepará algo” le ordenó.
Eso superó todos los límites de su paciencia. “Pero que se
piensa. Se mete en mi casa, en mi vida. Me ata, me amordaza. Me obliga a ir al
baño con Ud. y ahora pretende que prepare la comida. ¿Pero quien se cree Ud.
que es? ¿Está totalmente loco? Si quiere comer prepárelo Ud.”.
El se limitó a tomar sus cabellos, a apretar la mano sobre
su brazo y a fijar su mirada sobre sus ojos. Acercó su cara y aumentó las
presiones. Nada dijo. El cabello la obligaba a torcer la cabeza hacia atrás. El
brazo le dolía horrores. Su mano hormigueaba. Empezó a dejar de sentirla. Se
dio cuenta que estaba dominada y perdida. Nada podía hacer y su intento de
rebeldía sólo la había perjudicado.
“Está bien” susurró y al instante sintió que la presión
sobre su brazo desaparecía y el cabello estaba suelto. Al sentirse libre se
dirigió a la nevera, la abrió y como puedo empezó a extraer cosas y a
colocarlas sobre la mesa.
En un momento en que estaba de espaldas sintió su voz,
firme, segura, cortante:
“Vamos a tener que convivir hasta el domingo a la noche, así
que te sugiero que no hagas las cosas difíciles porque la única perjudicada vas
a ser vos”. No eran palabras, eran mazazos. Recién en ese momento ella tomó
conciencia de que durante más de dos días iba a estar a merced del desconocido.
Su familia estaba afuera, de vacaciones. Sus compañeros de trabajo no la
esperaban hasta el lunes. Estaba sola, no podía esperar ayuda de nadie. Estaba
a merced del extraño y sólo podía brindarle ayuda ella misma.
El impacto de darse cuenta de la magnitud del tiempo la
hundió. No había esperanzas. No tenía posibilidades. ¿Qué quería? ¿Qué buscaba?
¿Quién era? Sólo eran algunas de cientos de preguntas que no tenían respuesta y
no sabía si algún día la tendrían.
Mientras la miraba, él tomó una pata de pollo de un plato
colocado sobre la mesa y comenzó comer. Ella lo imitó. Su mano cayó sobre las
de ella y el pollo rodó sobre la mesa.
“No recuerdo que me hayas pedido autorización para comer”
dijo mirándola fijamente mientras sus mandíbulas se movían masticando la carne.
Ella bajó los ojos y susurró: “¿Puedo?”
“¿Puedo qué?”
“¿Puedo comer algo?”
“No, eso es preguntar y no pedir permiso. Te quiero escuchar
como pedís permiso”.
La humillación la dominó. Estaba en su casa, en su cocina,
era su comida y tenía que pedir permiso para poder comer. “¿Me da permiso para
comer?”
“Por favor” respondió él.
“¿Cómo?”
“Que pidas por favor”.
Era terrible, se sintió aplastada contra el suelo,
humillada, abatida.
“¿Me da permiso para comer, por favor?”
“Está bien, podés comer” fue su seca respuesta. Ello tomó el
pedazo de pollo que había caído sobre la mesa y empezó a comer. La situación si
no hubiera sido dramática era ridícula. Se vio pidiendo permiso para comer su
propia comida, teniendo que llevarse los alimentos a la boca con las dos manos
esposadas y encima la vista del desconocido no la abandonaba.
Con un pie corrió una silla y se sentó. No había pasado un
segundo que él la había tomado del cabello y tirando hacia arriba la había
obligado a pararse nuevamente. Ella entendió el mudo mensaje. Debía comer
parada o pedir nuevamente permiso. Prefirió lo primero.
Terminaron de cenar. “Juntá las cosas y lavalas”.
Nunca nadie en su vida, desde su lejana infancia, la había
mandoneado así, pero ella no respondió. No supo si no podía rebelarse por falta
de fuerzas o no quería hacerlo. Hizo lo que él le ordenaba.
Cuando terminó, él la tomó del brazo y se dirigieron hacia
el living.
Él la obligó a sentarse donde estaba antes y luego se sentó
en el sillón.
La miró. “Voy a dormir un poco en este sillón. Te sugiero
que hagas lo mismo. Se te ve muy cansada. ¿Te vas a portar bien o es necesario
que te ate?” dijo señalando un barral del bar.
“No es necesario que me ate” respondió ella.
“¿Prometés portarte bien, dormir y quedarte donde estás sin
moverte?”
“Lo prometo” dijo ella, acomodando su cuerpo sobre la
alfombra y apoyando su cabeza sobre sus manos.
Él se paró, apagó las luces y sólo quedó encendida una
lámpara de pié ubicada en un rincón. Se sentó en el sillón, acomodó su cuerpo
de costado y se quedó quieto.
Ella simuló dormir y esperó que el reloj mostrase que habían
transcurrido más de dos horas desde que el hombre se durmiese. Lentamente
comenzó a girar el cuerpo hacia la puerta sin levantarse. Dio vuelta la cabeza
y lo miró. El desconocido seguía durmiendo. Reptando silenciosamente se fue
acercando a la puerta. Lentamente se acercaba a su libertad. La puerta cada vez
estaba más cerca. Ya estaba al alcance de su mano. La esperanza se abrió paso en
su mente. Comenzó a erguirse para abrirla, alzó sus manos hacia el pomo. Ya
estaba.
Un mazazo increíble sobre sus hombros la arrojó contra el
suelo. Desesperada dio vuelta la cabeza y lo vio. Estaba a menos de diez
centímetros de su cara. Sintió la presión de su pie sobre su espalda y las
palabras explotaron en sus oídos.
“Traicionaste tu promesa. Te dije que no habría perdón y no
lo va a haber”.
Retiró el pie y tirando de sus cabellos la obligó a pararse,
se agachó, la cargó sobre su hombro izquierdo y le rodeó las rodillas con el
brazo.
Ella estaba perdida y lo sabía. En un intento desesperado
comenzó a arquear el cuerpo, golpeando la espalda del extraño con sus manos
esposadas y con su propia barbilla. Golpeó y golpeó.
Un latigazo se estrelló contra sus nalgas. El dolor la
paralizo. No eran manos. Parecían garras de acero. Nuevamente sintió el impacto
sobre las nalgas. El dolor fue profundo.
El extraño se agachó, tomó algo de al lado del sillón y
comenzó a subir la escalera con ella a cuestas. Ya nada podía hacer. Si rodaban
por la escalera, en esa posición y esposada, ella llevaría la peor parte, así
que se resignó a su destino y aguardó.
El hombre con ella sobre su hombro ingresó a su dormitorio y
delicadamente la colocó boca arriba sobre la cama, cruzada en ella.
Con ambas manos tomo sus pies y los giró. El violento cruce
de las piernas la obligó a girar todo su cuerpo quedando boca abajo, con las
manos esposadas bajo su vientre. A continuación él tiró de sus pies llevándolos
hacia los pies de la cama. El cuerpo quedaba extrañamente cruzado. El hombre se
arrodilló sobre el colchón y levantándola del cuello de la blusa le enderezó el
cuerpo sobre la cama.
Él se retiró y la miró. Extrajo de su bolsillo el pañuelo
negro con el que la había amordazado, lo trenzó con ambas manos, se colocó a
horcajadas sobre ella y le pasó la tela sobre su frente. Cuando estuvo a la
altura de sus ojos tiró hacia atrás, lo anudó en la nuca y apretó.
La más profunda oscuridad la invadió. El miedo la paralizó.
No era la oscuridad, era la ignorancia. Era el no saber que pasaba. ¿Qué estaba
haciendo el desconocido? ¿Qué le iba a hacer? Todos sus movimientos anteriores
habían sido firmes y decididos como si respondiesen a un plan preconcebido.
¿Cómo seguía ese plan? ¿Qué sería de ella?
Nada se escuchaba. Nada sentía. El silencio la aplastaba. No
podía medir el tiempo. ¿Qué preparaba? ¿Cómo iban a seguir las cosas? Ya nada,
ni un rinconcito de su ser le pertenecía. Toda ella estaba bajo la voluntad del
extraño.
De repente sintió su mano que tomaba las de ella y las
llevaba hacia su cabeza. Cuando estuvo con los brazos estirados sintió el roce
sobre sus palmas y se dio cuenta que la estaba atando. Pero no supo cómo ni de
que manera.
A continuación el extraño se acercó a la altura de su cintura.
Sintió que el colchón cedió bajo su peso y de pronto la enorme presión de una
rodilla se abatió sobre su espalda. La fuerza la impedía moverse para nada.
Sintió el roce delicado de sus manos sobre la cara externa de sus muslos hacia
las rodillas y luego percibió que subían. Un ligero frescor avanzó sobre sus
nalgas y tomó conciencia que le había levantado la falda. Trató de mover las
manos hacia los lados y tampoco pudo. Estaba firmemente atada. Trató de arquear
el cuerpo y sólo logró que la presión de la rodilla sobre su espalda fuese cada
vez mayor. Ahora las manos se deslizaban sobre sus nalgas y sintió como sus
bragas se enrollaban en el centro de ellas. ¿Qué intentaba hacer?
La respuesta le cayó de inmediato. No fue con la suavidad
con las que la había desnudado, fue esa garra de acero que la había azotado
cuando se había rebelado. Los golpes cayeron uno tras otro sin ninguna
interrupción sobre una de sus nalgas desde la cintura hasta el nacimiento de
los muslos. Luego fue la otra, esta vez de abajo hacia arriba. Era un castigo
metódico, concienzudo. Las palmas no caían al azar, lo hacían siguiendo una
meticulosa metodología de castigo. Primero una nalga, luego la otra, de arriba
abajo, de abajo arriba. Ella perdió la cuenta. Un impresionante ardor se
desprendía de su piel. El castigo comenzaba a hacer sus efectos. Ella no lo
podía ver pero lo sentía, vaya si lo sentía.
Las lágrimas silenciosas comenzaron a brotar de sus ojos,
absorbidas por la tela de la venda, pero pronto ese dique fue impotente para
contenerlas y el salobre y caluroso líquido comenzó a derramarse sobre su
rostro.
De pronto cayó en la cuenta que también sentía otra cosa. Un
ligero calor, cada vez más intenso, se estaba originando en el bajo vientre y
desde allí comenzaba a expandirse al resto del cuerpo. Decidió que no le iba a
dar el gusto al extraño de que se diese cuenta de lo que sentía y apretó las
piernas una contra otra. Trató de dominarse. No pudo. El calor crecía y crecía
al ritmo de las palmadas que caían sobre sus nalgas. A medida que crecía el
calor subía por su espalda a través de la columna y llegaba al cerebro. Allí
explotaba y se irradiaba hasta la última célula de su cuerpo. Comenzó a
transpirar. Su respiración se fue acelerando. Las palmadas caían cada vez más
rápido. Comenzó a jadear.
Sintió como el extraño se hizo a un costado, se corrió hasta
sus pies y tomándolos le abrió las piernas. Pensó en cerrarlas, pero ya no
podía manejar su cuerpo invadido por la excitación que la poseía y la dominaba.
Tampoco quería. Él nuevamente se colocó a la altura de su cintura y las
palmadas volvieron a caer. Pero eran distintas. Se dirigían hacia la parte
interna de sus nalgas y caían de abajo a arriba y luego fueron hacia la cara
interna de la parte superior de sus muslos. Cada impacto provocaba descargas
eléctricas que recorrían su cuerpo hasta estallar en su mente. Supo que no
podía más y se abandonó. La humedad que nacía en su vientre era absorbida por
sus bragas y la que escapaba al encierro se esparcía incontenible por sus
muslos.
El extraño suspendió el castigo y se retiró de su lado. Ella
no podía verlo pero se sentía examinada. Centímetro por centímetro de su piel
era escrutado por la mirada del hombre. Quiso gritar. No, él no podía parar
justo ahora. Estuvo tentada de suplicarle que siguiera. No la podía dejar así.
Pero él nada hizo. Sintió que había estado a punto de estallar y ahora la
tensión iba cediendo lentamente. Gruesas gotas de transpiración corrían por su
frente. La salobre humedad se juntaba en el pañuelo y causaba un ligero ardor
en sus ojos. La venda ya estaba mojada por sus lágrimas y ahora la
transpiración terminaba de empaparla.
Sintió que el desconocido se colocó sobre sus piernas y
dirigió sus manos hacia la cintura. Delicadamente tomó la cintura de sus bragas
y tiró hacia abajo. Ella no se resistió. Él la retiró por sus pies y se
incorporó. Al cabo de unos segundos una burlona risita se escuchó en la
habitación. ¿Porqué se reía? De repente ella cayó en la cuenta. Con las bragas
en sus manos el desconocido era consciente del grado de excitación y de humedad
que la golpiza había provocado en ella. Las bragas debían estar empapadas. Cayó
la última barrera. Nada de su alma permanecía virgen, toda su intimidad
espiritual había sido violada. Ya no tenía secretos para el desconocido. Hasta
sus anhelos más profundos le eran conocidos. En ese instante supo que no tenía
escapatoria y abandonó todo resto de resistencia. Sabía que estaba totalmente
en sus manos y sólo deseaba que él completase su tarea. Había llegado al umbral
del goce, había podido acariciar el placer supremo con la yema de los dedos, su
mente recordaba el orgasmo que no había sido y en su cerebro le suplicó al
hombre que siguiese, que continuase, que la llevase nuevamente al altar de la
lujuria, que sintiese en todas sus células esa explosión que anticipaba el
clímax. Pero no, él se había retirado. No sabía que estaba haciendo. El
silencio más absoluto se había apoderado de la estancia.
Ssssssssssiiiiiiiiiissssss. El violento siseo cortó el aire
y su respiración. Rápidamente lo identificó. El cane. Varias veces lo habían
usado con ella. La sola expectativa alteró nuevamente su respiración. El solo
recuerdo de aquellas veces multiplicó su excitación y sus jugos corrieron
-ahora libremente- por sus piernas.
El trueno explotó. Su cuerpo se arqueó en un ángulo
increíble. Jamás había sentido semejante dolor en sus nalgas. No era el cane.
No sabía lo que era. Flexible y redondo como el cane, sin embargo era más
rígido y no era liso. Poseía algunas pequeñas protuberancias rugosas que
estrellaban la piel contra los huesos. No pudo contarlos. Eran uno tras otro. A
la derecha, arriba, a la izquierda, abajo. No había orden. No había plan. Era
uno tras otro.
Pequeño quejidos fueron escapando de sus labios y cuanto más
se quejaba más rápido e intenso era el castigo. Los quejidos se transformaron
en ayes y los ayes en gritos.
El calor subió y subió, cada vez más intenso y explotó en
todo su cuerpo. Sus pechos a punto de reventar de la excitación sólo marcaban
el punto de no retorno. Sus pezones enhiestos se aplastaban contra el colchón.
El dolor del placer y el placer del dolor se entremezclaron
y su garganta expulsó un profundo AAAAAAAHHHHHHHHH de placer. Su cuerpo se
arqueó, sus manos tiraron de la cuerda hasta hacerle doler, sus piernas se
estiraron en un apretado rictus de goce, todos sus músculos se contrajeron y su
vientre se compactó expulsando el resto de su placer guardado. Tenía que viajar
mucho en el tiempo para recordar un placer semejante.
Sintió las manos de él que se deslizaban delicadamente
explorando sus nalgas. El dolor nuevamente se irradió provocándole un estremecimiento.
Sintió que esas mismas manos le aplicaban un líquido que refrescaba sus carnes
torturadas. Las manos trabajaron a conciencia repartiendo el líquido sobre toda
la superficie castigada. El dolor fue cediendo. Cuando hubo terminado su trabajo
se retiró.
Luego de unos instantes, él se acercó a su cabeza, con mucho
cuidado le retiro el pañuelo de sus ojos. Le costó acostumbrase a la luz.
Parpadeó repetidas veces. Cuando pudo abrirlos vio su cara a milímetros de sus
ojos. La mirada era distinta, profunda, dura pero diferente. Pequeños destellos
de cariño se desprendían de sus pupilas.
“No quería hacerte daño, pero me obligaste. Me alegro que te
gustase y lo hayas disfrutado. Fue muy hermoso castigarte pero mucho más
hermoso fue verte gozar. Desgraciadamente no puedo confiar en ti y no te puedo
desatar”.
Ella no quería pero la verdad surgió indomable de lo
profundo de su ser. Mirándolo con sus ojos llorosos un “Gracias” susurrado
escapó de sus labios.
Él se sonrió, se acostó a su lado y cariñosamente le
acarició sus cabellos. La trajo contra sí y la cobijó con su pecho. Un dulce
beso se posó sobre los mismos. Ella levantó sus ojos y se miraron. Sólo había
cariño en los ojos de los dos que se cruzaron miradas de pasión y comprensión.
La volvió a abrazar contra su pecho. “Sólo estoy haciendo lo
que me pediste. Tenemos tiempo. Dos días más por delante. Seguiremos” dijo el
extraño.
Ella no entendió sus enigmáticas palabras ni le interesaba
entenderlas. Se abandonó contra su pecho y se durmió.
Él la miró con infinito cariño y la acomodó sobre la cama.
Cuidadosamente a tapó tratando de no rozar la piel lastimada. Observó su
respiración acompasada. Se paró y volvió a mirarla. Sonrió profundamente. Su
plan se desarrollaba puntualmente como él lo había planeado. Con esa vencedora
sonrisa en sus labios, giró hacia la puerta, apagó la luz y la cerró. Mañana
era sábado y sería otro día. Y después del sábado estaba el domingo. Había
tiempo suficiente para lograr lo que se había propuesto.
Ella despertó en medio de la noche, estaba cansada, su
cuerpo le hizo sentir las huellas de lo pasado. Su mente comenzó a trabajar. De
alguna forma tenía que encontrar la forma de salir de la situación en que
estaba. Trató de mover los brazos pero no pudo hacerlo. Tomó conciencia de que
estaba sólidamente atada. Siguió pensando en como salir. Sabía que la vía del
enfrentamiento y la rebelión no servían, sólo lograría que él se enfureciese.
No era el camino. En el recuerdo de los últimos instantes del día anterior, en
el cariño con que el extraño la había tratado encontró la respuesta. Decidió
acallar temporariamente a la leona que yacía dentro de ella y recurrir al arte
mágico usado por las mujeres de todos los tiempos desde que el mundo es mundo,
lo seduciría, desplegaría todas sus artes femeninas para dominarlo y así poder
controlar la situación. Tranquila y feliz con la seguridad de que iba a ser la
vencedora se durmió.
Su inconsciente supo que él había abierto la puerta del
dormitorio para observarla varias veces durante la noche. El desconocido se
preocupaba por ella. Ese dato fue la postrera confirmación que necesitaba para
saber que el nuevo camino elegido era el correcto.
El sol ya estaba alto sobre el horizonte cuando ella abrió
los ojos. Tenía el cuerpo entumecido por lo sucedido la noche anterior y por
haber tenido que descansar sin poder moverse. Frente a ella, apoyado contra un
mueble estaba él observándola atentamente.
Ella le sonrió. “¿Te traigo el desayuno?” le preguntó él.
“Bueno, pero antes quisiera ir al baño” fue la respuesta de ella.
“Sin tretas” afirmó el extraño.
“Sin tretas” sonrió ella.
Él soltó la cuerda y -tomándola del brazo- la ayudó a
incorporarse y la acompañó al baño. Ella entró y cuando esperaba que él hiciera
lo mismo, el extraño cerró la puerta quedando del lado de afuera. Ella miró la
puerta y reparó que él había quitado durante la noche la cerradura evitando
toda posibilidad de que ella se pudiese encerrar. Se sonrió, había dado un paso
adelante en su intento de lograr la confianza del desconocido.
Cuando ella salió, él volvió a tomarla del brazo y la llevó
nuevamente al dormitorio. La dejó allí sin atarla, cerró la puerta y luego de
unos instantes volvió con una bandeja con el desayuno. Ella ratificó que su
plan avanzaba y mientras comió con ansias -estaba hambrienta- decidió jugar al
límite.
Cuando finalizó, él tomó la bandeja y la apoyó sobre un
mueble.
Ella sonrió y con voz susurrante y seductora le dijo “No sé
porque estás haciendo esto, pero te quiero agradecer lo de anoche. Hacía mucho
tiempo que no gozaba tanto”.
Él le sonrió y ella siguió: “¿Puedo agradecértelo?” Sin
esperar su respuesta se incorporó, alzó los brazos esposados, los pasó por
sobre la cabeza de él, los apoyó en su cuerpo y lo atrajo, luego posó un suave
beso sobre sus labios y apoyó la cabeza sobre el hombro masculino, abrazando
fuertemente al desconocido. Él respondió el gesto y tomándola por la cintura
también la abrazó. La cara de ella no se inmutó, pero en su cerebro se dibujó
una sonrisa de satisfacción. Estaba avanzando y muy rápido. Sintió que los
tantos se equilibraban y decidió seguir avanzando.
Sin levantar la cabeza apoyada en el hombro susurró “¿Puedo
pedirte un favor?” Solo el silencio le respondió pero sintió en su espalda que
su abrazo se hacía más intenso. “Ámame” suplicó “anoche fui feliz pero me faltó
tu amor”.
La reacción fue inesperada. Él se revolvió. Sacó la cabeza
de dentro de los brazos de ella y tomándole fuertemente la barbilla la taladró
con la mirada. Las palabras firmes y cortantes cayeron sobre ella “Traidora, yo
sé que tu corazón pertenece a otro hombre. ¿De qué amor me estás hablando?”.
Su inteligencia a toda velocidad buscó la salida “No te
estoy ofreciendo ni mi amor ni mi corazón. Sé que ellos son de otro hombre y
así seguirán siéndolo por un tiempo. Sólo te estaba pidiendo tu cuerpo y
ofreciéndote el mío” dijo, bajando la cabeza.
Él no le respondió, la tomó del brazo y la llevó hacia la
cama, le tomó un brazo y se lo ató a un barral de la cama, liberó las esposas y
le sacó la prenda que cubría su torso, la que quedó amontonada sobre la muñeca
atada. Luego hizo lo propio con el sujetador. Sus pechos enhiestos quedaron al
descubierto pero él ni los miró. Ató la mano libre al mismo barral y liberando
la otra terminó de quitarle las ropas. Volvió a esposarla, la acostó boca abajo
y volvió a atar sus manos. Ella supo que el extraño sabía muchas más cosas de
ella de las que había podido suponer. La conocía y bastante. La noche anterior
la había castigado como si supiese cuales eran sus gustos y deseos y ahora le
demostraba que también conocía la intimidad de su amor. Pero no se iba a dar
por vencida. Recuperaría el terreno perdido y vencería. Vaya si vencería. No
cejaría hasta que ese desconocido que había irrumpido en su vida, pasase sus
días en el último infierno.
Él se acercó con el pañuelo y volvió a vendar sus ojos. Ella
sintió que se arrodillaba a su lado, a la altura de la cintura y su piel
experimentó el conocido impacto de sus palmas cayendo sobre sus nalgas
desnudas. Pero no fue como la noche anterior. Esta vez los impactos comenzaron
suavemente y fueron creciendo en ritmo e intensidad a medida que el tiempo iba
pasando. Nunca supo cuanto duró el castigo pero ella sintió como ese calor que
le era tan familiar y placentero comenzaba a gestarse en el centro de su
vientre y desde allí se irradiaba al resto del cuerpo.
De repente el castigo cesó. Ella sintió como sus pasos se
alejaban y luego retornaba. ¿Qué iba a pasar? Estaba desorientada como la noche
anterior y sintió como sus avances de antes se desmoronaban frente a la
reacción del extraño.
El colchón cedió bajo su peso cuando el desconocido se sentó
a su lado, cerca, muy cerca. Ella casi podía sentir el calor de su cuerpo a la
altura de la axila. De pronto una sensación extraña muy extraña se desprendió
del centro de su espalda, entre los omóplatos. Él la estaba acariciando. No era
su mano. Él no la tocaba, estaba segura. La acariciaba con algo para ella
desconocido. Un cosquilleo eléctrico se inició y fulguró en su pecho. La
sensación fue descendiendo, junto con la caricia, desde su cuello, por el medio
de la espalda, la cintura, el centro de una de sus nalgas, su muslo, su pierna,
el talón, volvió a subir, lentamente, muy lentamente. Ella le quiso gritar que
se apure, que profundizara la caricia. La sensación subió por su pierna,
alcanzó su nalga, pasó a la otra. Estaba segura que no era su mano. ¿Qué era
eso que le provocaba esas miles de sensaciones maravillosas y desconocidas?
Bajó por el otro muslo, su pierna el talón, volvió a subir, llegó a la cintura,
se detuvo, se profundizó, bajó hasta cerca del centro de sus nalgas, se acercó
a la cara interna de sus muslos. Ella inconscientemente abrió las piernas. Si
lo hubiese podido ver ella sabría que el extraño había sonreído. La sensación
bajó por la cara interna del muslo hasta la rodilla. Ahora era profunda,
inmensa, sentida hasta el paroxismo. Volvió a subir, pasó a la otra nalga y
siguió el mismo camino interno por el otro muslo. Retornó a la cintura y desde
allí decidida y profundamente se internó por el centro de sus nalgas, lenta muy
lentamente. Más, más, más rogaba su mente. El extraño hizo revolotear la
sensación en el centro de sus nalgas en la unión con sus muslos. Ella ya no
podía más. Apretó sus labios en una mueca de placer contenido. La sensación
subió por un costado de su pecho, revoloteó sobre el lateral de uno de sus
senos, cruzó la espalda, se deslizó sobre el otro, bajó por su espalda,
recorrió el surco de sus nalgas y de pronto esa maravillosa y desconocida
sensación se internó en su entrepierna provocando un estallido de luces y
colores en su mente.
El gutural grito del deseo satisfecho retumbó en la
silenciosa habitación y él siguió y siguió. Basta, basta, reclamó su ahora
torturada humanidad. Como si el extraño la hubiese escuchado, la sensación
ascendió por sus nalgas, su espalda y se perdió en dirección a su cabeza,
desapareciendo.
El desconocido se levantó, se alejó y ella sintió el suave
golpe de la puerta al cerrarse.
Se abandonó al placer recibido y se durmió.
Ya era muy avanzada la hora en la tarde del sábado, cuando
ella despertó. Por la ventana el sol ya había comenzado su descenso sobre el
horizonte. Se sintió descansada. No tenía la venda. Sus manos estaban esposadas
pero sin atar. Su confianza renació. No estaba todo perdido. El desconocido
confiaba en ella como para haberla dejado sin atar.
La puerta se abrió y él entró. Traía en sus manos una
bandeja con comida. Sin una palabra se la alcanzó.
“Gracias” murmuró ella. Alzando sus brazos esposados “Juro
que me voy a portar bien. Me duelen mucho las muñecas. Por favor” suplicó.
El extraño la miró a la profundidad de sus ojos, metió una
mano en su bolsillo, sacó la llave, le quitó las esposas y las guardó en el
bolsillo. El corazón de ella explotaba de alegría en su pecho. Había ganado su
confianza. Debía seguir por ese camino, pero cuidadosamente, un nuevo error
como el del mediodía podía serle fatal. Debía recordar que él sabía mucho de
ella y ella nada de él.
Se dedicó a la comida. Cuando terminó le alcanzó la bandeja.
Lo envolvió con una mirada profunda, seductora, dulce, envolvente “Estoy muy
cansada, pero mucho más feliz. Gracias. Hiciste nacer en mí sensaciones
desconocidas. Pocas, muy pocas veces en mi vida me sentí de esta manera. No
puedo comprender como puede ser que le deba todo esto a alguien que no sé quien
que, ni que quiere, ni porque se metió en mi vida, pero igual te lo agradezco”.
Una tenue sonrisa acompañó sus palabras. Ella apoyó sus manos liberadas sobre
las piernas del extraño, que instantáneamente se puso en guardia, envarando su
cuerpo.
“Prometí portarme bien y lo voy a hacer. Sé que no te puedo
pedir que confíes en mí, pero te aseguro que no haré nada contra ti” murmuró
ella.
Él se aflojó y tomó las manos de ella con las suyas en un
cariñoso gesto y le sonrió. Ella supo que iba bien, se paró, se acercó a él y
sin soltarle las manos, depositó un leve y cariñoso beso sobre sus labios.
“¿Puedo descansar?”. Él asintió con un gesto. Ella se levantó, se dirigió a la
cama y se acostó de costado, de frente a él, pero ocupando sólo la mitad
opuesta del lecho. Era una muda invitación a su compañía. ¿La entendería?
El desconocido se levantó, se sacó la camisa, los pantalones
y los zapatos y se acostó junto a ella boca arriba. Pasó su brazo bajo el
cuello de ella, la atrajo contra sí, hizo que apoyara la cabeza sobre su
velludo torso, cruzó el otro brazo sobre su espalda, la abrazó y la apretó.
Ella colocó los brazos a los lados del pecho del hombre y se abandonó. Con voz
apenas perceptible los labios del extraño murmuraron “Duérmase mi niña,
duérmase mi sol...” La melodía de aquella lejana canción infantil la envolvió y
la llevó hacia los lejanos recuerdo de su infancia.
Cuando ella retornó de su viaje al pasado, la rítmica y
regular respiración del extraño le dijo que se había dormido. Examinó la
situación, los brazos de él la rodeaban, el peso de su pecho y su cabeza
estaban sobre el pecho de él. Era muy difícil que ella pudiese moverse sin que
él lo notase por más dormido que estuviera. No iba a volver a cometer el error
de la noche anterior cuando, creyéndolo profundamente dormido intentó escapar.
Supo que había avanzado mucho muchísimo, pero todavía debía esperar un poco
más. Se abandonó y se durmió sabiendo que dominaba la situación..
Ella se despertó cuando sintió un brusco movimiento en su
brazo. El sol ya se estaba levantando sobre el horizonte de esa mañana
dominguera. Abrió los ojos y vio que el extraño, ya vestido, estaba esposando
una de sus muñecas a uno de los barrales de la cama. Supuso que era el inicio
de otro ritual de dolor y placer. Lo dejó hacer confiada en la superioridad
lograda el día anterior.
El desconocido se dirigió al otro lado de la cama y esposó
la otra muñeca al otro barral. Luego tomó el pañuelo y volvió a vendarla. Ella
no entendía muy bien. La angustia volvió a nacer en su pecho pero ella le
impuso la fuerza de la confianza lograda.
El silencio era opresivo. Nada se escuchaba. De pronto ella
escuchó el restallido del cuero sobre el piso. Conocía ese sonido y lo odiaba.
Volvió a escucharse el sonido. El desconocido estaba estrellando las lonjas del
látigo contra el piso. ¿Para que lo hacía? De pronto lo supo. Él sabía que a
ella no le gustaba ser azotada con ese instrumento. ¿Hasta eso conocía el
extraño de ella? ¿Cómo podía ser? Ese era un secreto de ella y de otros que
habían estado en su vida y de alguien que aún permanecía en su corazón. ¿Cómo
lo sabía el desconocido? En ese instante se sintió perdida. Supo que lo
sucedido el día anterior no lo había ganado ella, él se lo había dejado ganar.
También supo que nunca había manejado la situación. Él quiso que ella sintiese
que ganaba para que se confiase pero ella jamás había estado ganando.
Sintió avanzar los pasos del desconocido. Sintió que se
detuvo. El silencio fue traspasado por el sisear del cuero descendiendo
vertiginosamente y estrellándose contra la piel desnuda de sus nalgas. Ella
sintió el odiado dolor. Se sabía perdida pero iba a aguantar. Él no iba a
escucharla vencida. Lucharía hasta más allá de sus fuerzas para no darle el
gusto de verla derrotada. Uno tras otro, lacerantes y cortantes los golpes
cayeron de un lado, del otro, de arriba, de abajo. Ella supo que no podía más.
“Basta, por favor, basta. No puedo más. Basta” suplicó.
El hombre se detuvo. Detrás de su venda, la voz le trajo la
extraña revelación.
“El castigo va a durar hasta que vos lo quieras. Cuando aceptes
mi exigencia cesará”.
“Lo que quieras, estoy dispuesta a hacer lo que quieras.
¿Qué deseas de mí?” inquirió ella.
“Una firma, sólo una firma” dijo él.
“¿Una firma?” la voz desorientada de la mujer reveló su
sorpresa ante el extraño pedido.
“Sí, sólo una firma en un papel, mejor dicho, dos firmas,
una en cada papel” respondió él.
“¿Qué dicen los papeles?”
“Eso no te importa. Solamente te puedo decir que uno es
copia del otro. Es uno para ti y otro para mí. No son papeles comerciales ni
tienen ningún valor legal. Sólo valen para nosotros dos. A nadie más le
incumben. Sólo a ti y a mí. ¿Vas a firmar?”
“No puedo firmar lo que desconozco” afirmó ella, sacando
fuerzas de donde no las tenía.
“Muy bien, tú lo quisiste”.
Ella sintió que el extraño se dirigía a los pies de la cama.
Tomó uno de sus pies y lo ató a la esquina. Tomó el otro e hizo lo mismo en la
otra esquina. Su cuerpo quedo abierto en cruz.
¿Y ahora? se preguntó ella cuando comenzó a sentir esa
deliciosa sensación de cosquilleo que nuevamente se deslizaba por su piel.
Los segundos transcurrieron lentamente. Ella supo que el
extraño estaba deliberadamente retardando su goce. Iba y venía, la excitaba,
pero su actitud era medida y cuidadosa. Luego de un interminable tiempo de
sentir esas sensaciones se abandonó, la suma de los estímulos la estaba
llenando. Sintió que la ola imparable se gestaba en sus entrañas, estaba
llegando, la explosión final estaba ahí, un segundo más y llegaría. Su sangre
hervía. No podías dominar su cuerpo. Un estremecimiento profundo la sacudió.
El extraño se detuvo. El golpe cayó en diagonal sobre el
centro de sus nalgas. Los extremos del látigo se perdieron entre las caras
internas de sus muslos. La sensación agobiante del placer casi alcanzado fue
abruptamente abortada por el dolor lacerante de la carne magullada. Otro golpe
cayó en el mismo lugar desde el otro lado. Era el final. Eso no lo podía
resistir. La acumulación de sangre provocada por la excitación multiplicaba al
infinito la dolorosa sensación del castigo que recibía. Se entregó en manos del
destino.
El viajero observó detenidamente el cuerpo desnudo que yacía
en la cama. Dormía profundamente. Sobre sus nalgas y muslos brillaba la crema
que él le había aplicado. Las piernas estaban ahora libres. Él se acercó a la
cabecera, revisó las ataduras de las manos y sonrió satisfecho. Estaban bien
hechas y muy seguras. Se agachó sobre su cabeza y depositó un suave y cariñoso
beso sobre su frente y acarició sus cabellos. Un silencioso “Te quiero” surgió
de sus labios. Cuidadosamente cubrió su cuerpo con la manta. Se retiró a un
costado y la volvió a observar. Se agachó, tomó su maletín y extrajo cuatro
objetos que depositó sobre un mueble cerca de la cabecera.
La miró. Silenciosamente, con su mente, dibujó en letras de
molde su postrer homenaje. “Fuiste una combatiente aguerrida. La leona indómita
que yace en tu ser luchó hasta el final sin rendirse. Fuiste una honesta y
valerosa adversaria. Te brindo mi homenaje de respeto y admiración por tu
coraje y tu valor. Tu yo íntimo no se rindió y jamás será vencido. Ojalá las
demás tuvieran tu entereza, tu fuerza y tu decisión. Siempre supiste que ibas a
ser vencida y sin embargo, batallaste hasta el final y el león jamás se rindió.
Sabés lo que querés y sabés como luchar por obtenerlo. Lo tendrás. Adelante, mi
brava, la victoria es de los luchadores. No te permitas caer ni siquiera en las
largas noches de melancolía y tristeza. De la misma forma en que te resististe
ante mí hasta el final, con esa misma fuerza y decisión, luchá por lo que
quieres. Lo vas a lograr y la victoria final será tuya.”
Con su última mirada un par de pequeñas lágrimas rodaron por
su rostro acompañando el mudo homenaje de respeto y admiración.
Él sabía que no iba a transcurrir demasiado tiempo sin que
la buscaran. Al día siguiente, lunes, sus compañeros de trabajo o sus
familiares extrañarían su ausencia y la irían a buscar. Eso si ella no lograba
liberarse antes.
Miró su reloj, tomó su maletín, fue hasta la puerta y
silenciosamente la cerró sin volver la vista atrás.
Así se fue el viajero como había llegado.
Abrió la puerta de calle, la traspuso y la cerró. En ese
momento reparó en el coche. Había permanecido todo el fin de semana sobre el
jardín sin ingresarlo en el garaje. Había cometido un tremendo error. Ese
detalle podría haber llamado la atención de algún vecino y echar por la borda
todo su meticuloso plan.
Miró a un lado y al otro. No parecía haber signos de alarma.
El tiempo apremiaba. Lo dejaría allí.
Cruzó el jardín, traspuso la reja de entrada, cruzó la
avenida y detuvo un auto de alquiler. “Al aeropuerto” le dijo al chofer “estoy
apurado”. Raudamente el vehículo cruzó la ciudad y se dirigió a su destino.
El viajero ingresaba al hall de la estación aérea cuando los
altoparlantes irrumpieron con su metálica voz: “Aerolíneas Argentinas anuncia
la partida de su vuelo AR 1438 con destino a la ciudad de Buenos Aires, con escala
intermedia en la ciudad de San Pablo. Se ruega a los señores pasajeros se
dirijan con el ticket de embarque hacia la puerta 4”.
El viajero se dirigió rápidamente hacia el mostrado de la
empresa, cuando la voz metálica insistió: “Este es el último aviso de embarque
para los pasajeros del vuelo AR 1438 con destino final en la ciudad de Buenos
Aires y escala intermedia en la ciudad de San Pablo. Embarque por puerta 4”.
El anónimo viajero se dirigió hacia la puerta, ingresó en la
manga y ascendió al avión. La sonrisa profesional de la azafata lo recibió y lo
guió a su asiento.
Se sentó, se ajustó el cinturón y se abandonó al sueño. El
cansancio acumulado durante esos días lo desmoronó y se durmió.
La voz metálica lo despertó: “Damas y caballeros. Estamos
iniciando el descenso de aproximación al aeropuerto de San Pablo. Los pasajeros
en tránsito deberán permanecer a bordo. Muchas gracias”.
El viajero se incorporó en su butaca, miró por la ventanilla
y a lo lejos pudo ver el difuso dibujo de la costa nordestina brasileña.
Una agradable sensación de seguridad lo dominó. Dirigió su
mano al bolsillo y extrajo un papel cuidadosamente doblado y lo leyó:
“Yo, Karen Renée, alias Krenee 31, alias Campanita, de
nacionalidad española, mayor edad, plenamente capaz para este acto, en el total
uso de mis facultades físicas y mentales, asegurando que me encuentro libre de
toda presión o coacción que pudiera afectar mi discernimiento, mi libertad o mi
voluntad, solemnemente declaro ante toda la comunidad spanko del planeta Tierra
-jurando cumplirlo y poniendo como prenda de mi palabra mi espíritu spankee-
que:
1) Jamás he sido víctima de agravio o ataque alguno por
parte de mi adversario.
2) Reconozco que los términos que él me ha dirigido fueron
vertidos sin ninguna intención injuriante y agraviante, aceptando que los
mismos obedecieron a una demostración de reconocimiento y respeto.
3) La guerra que he declarado lo ha sido de manera
unilateral, arbitraria e injustificada, pues mi adversario no me había dado
motivo alguno para ello.
4) Ante el desarrollo de los hechos ofrezco a mi adversario
mi rendición incondicional, solicitando el inmediato cese de hostilidades.
5) Si se aceptase el ofrecimiento del punto anterior, me
comprometo a no reiniciar los ataques durante todo el transcurso de este año
2002.
Yo, Carlos Enrique, alias Charlygaucho, de nacionalidad
argentino, mayor edad, plenamente capaz para este acto, en el total uso de mis
facultades físicas y mentales, asegurando que me encuentro libre de toda
presión o coacción que pudiera afectar mi discernimiento, mi libertad o mi
voluntad, solemnemente declaro ante toda la comunidad spanko del planeta Tierra
-jurando cumplirlo y poniendo como prenda de mi palabra mi espíritu spanker-
que:
1) Acepto sin condiciones la rendición incondicional
ofrecida por mi adversaria así como el cese de hostilidades solicitado.
2) Me comprometo a suspender todo movimiento bélico a partir
de este momento.
3) Acepto el ofrecimiento del cese de hostilidades y lo
extiendo a mi persona, comprometiéndome a no reiniciar las mismas durante todo
el transcurso de este año 2002.
4) Dejo expresa constancia de mi reconocimiento a la
valentía, hidalguía y honradez de mi adversaria, manifestando públicamente que
se ha batido con bravura y coraje y que su rendición no implica demérito ni
menoscabo alguno de sus virtudes y valores.
5) En prueba de este reconocimiento le he dejado en plena
propiedad, con total facultad de que los use o los haga usar, ya sea sobre sí o
sobre quien ella determine, las armas utilizadas en el combate, a saber: un
rebenque, una tacuara y una pluma de ñandú.
Ambas partes concuerdan en que este armisticio no abarca -y
por ello se encuentran expresamente excluidos del cese de hostilidades
acordado- todos los castigos que Charly le pudiese propinar a Campanita por
cualquier medio de tecnología electrónica que existiese y todas las artimañas o
tretas que ella pudiese utilizar para evitarlos.
Dado y firmado en dos ejemplares -quedando uno de ellos en
poder de cada parte- de idéntico tenor y a los mismos efectos, en la ciudad de
Madrid, Reino de España, a los nueve días del mes de octubre del año dos mil
dos.”
Debajo del texto lucían dos firmas ilegibles.
El viajero anónimo recordó el bello cuerpo de la mujer
yaciente que había dejado atrás y la espléndida luminosidad de su transparente
espíritu y suspiró melancólicamente.
La fuente de inspiración surgió de una película de Almodóvar
que se llama “Átame”. Obviamente debe contener muchos errores e inexactitudes
pues no conozco ni España ni Madrid.
El viajero anónimo (continuación)
Por Krenee
Ella despertó.
Le dolía todo el cuerpo, pero a la vez sentía una
profundísima paz interior, y una tremenda felicidad. Sensaciones que hacía
muchos meses que no había sentido y que ahora volvían a ella provocadas por un
misterioso personaje que demostraba conocerla muy bien, y a quien ella no
conocía para nada..
Abrió los ojos con dificultad. Se extrañó de verse libre,
sin ataduras. Buscó al misterioso viajero con la mirada..!No estaba allí!
Se decepcionó. No entendía nada.. No entendía porqué había
venido el misterioso viajero a buscarla..¿Quién era? No entendía por qué se
había marchado sin decir nada. No entendía cómo ella podía estar triste por su
marcha. No entendía sus sentimientos.. Era un desconocido.. La había
secuestrado en su propia casa, la había doblegado, dominado pero le había dado
tanto cariño!!! Ella necesitaba mucho ese cariño, esa ternura. Y él, un
perfecto desconocido se la había dado..
No había hablado demasiado con él en esos tres días, pero
las pocas palabras que habían cruzado, a ella le habían dado seguridad, seguridad
y fuerza.. Esa fuerza que últimamente ella no tenía para seguir adelante..
Karen no entendía nada, nada de nada...
Pensó en Tim y lloró.. Lloró durante mucho rato y deseó que
él estuviera en esos momentos a su lado.. Pero en su cama, aún quedaban restos
de la presencia del extraño desconocido.. Su olor, su calor, su ternura. La
cabeza de Karen iba a estallar.......
Con gran dificultad se incorporó y entonces descubrió el
papel.. Ese papel que el desconocido la había obligado a firmar y que ella no
sabía qué era...
Se acercó a él y leyó:
“Yo, Karen Renée, alias Krenee 31, alias Campanita, de
nacionalidad española, mayor edad, plenamente capaz para este acto, en el total
uso de mis facultades físicas y mentales, asegurando que me encuentro libre de
toda presión o coacción que pudiera afectar mi discernimiento, mi libertad o mi
voluntad, solemnemente declaro ante toda la comunidad spanko del planeta Tierra
-jurando cumplirlo y poniendo como prenda de mi palabra mi espíritu spankee-
que:
1) Jamás he sido víctima de agravio o ataque alguno por
parte de mi adversario.
2) Reconozco que los términos que él me ha dirigido fueron
vertidos sin ninguna intención injuriante y agraviante, aceptando que los
mismos obedecieron a una demostración de reconocimiento y respeto.
3) La guerra que he declarado lo ha sido de manera
unilateral, arbitraria e injustificada, pues mi adversario no me había dado
motivo alguno para ello.
4) Ante el desarrollo de los hechos ofrezco a mi adversario
mi rendición incondicional, solicitando el inmediato cese de hostilidades.
5) Si se aceptase el ofrecimiento del punto anterior, me
comprometo a no reiniciar los ataques durante todo el transcurso de este año
2002.
Yo, Carlos Enrique, alias Charlygaucho, de nacionalidad
argentino, mayor edad, plenamente capaz para este acto, en el total uso de mis
facultades físicas y mentales, asegurando que me encuentro libre de toda
presión o coacción que pudiera afectar mi discernimiento, mi libertad o mi voluntad,
solemnemente declaro ante toda la comunidad spanko del planeta Tierra -jurando
cumplirlo y poniendo como prenda de mi palabra mi espíritu spanker- que:
1) Acepto sin condiciones la rendición incondicional
ofrecida por mi adversaria así como el cese de hostilidades solicitado.
2) Me comprometo a suspender todo movimiento bélico a partir
de este momento.
3) Acepto el ofrecimiento del cese de hostilidades y lo
extiendo a mi persona, comprometiéndome a no reiniciar las mismas durante todo
el transcurso de este año 2002.
4) Dejo expresa constancia de mi reconocimiento a la
valentía, hidalguía y honradez de mi adversaria, manifestando públicamente que
se ha batido con bravura y coraje y que su rendición no implica demérito ni
menoscabo alguno de sus virtudes y valores.
5) En prueba de este reconocimiento le he dejado en plena
propiedad, con total facultad de que los use o los haga usar, ya sea sobre sí o
sobre quien ella determine, las armas utilizadas en el combate, a saber: un
rebenque, una tacuara y una pluma de ñandú.
Ambas partes concuerdan en que este armisticio no abarca -y
por ello se encuentran expresamente excluidos del cese de hostilidades
acordado- todos los castigos que Charly le pudiese propinar a Campanita por
cualquier medio de tecnología electrónica que existiese y todas las artimañas o
tretas que ella pudiese utilizar para evitarlos.
Dado y firmado en dos ejemplares -quedando uno de ellos en
poder de cada parte- de idéntico tenor y a los mismos efectos, en la ciudad de
Madrid, Reino de España, a los nueve días del mes de octubre del año dos mil
dos.”
Un grito brotó de su garganta
Charly!!!!!!!!!!!!
Charly!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
Había firmado ese papel y no podía faltar a su palabra.
Se sintió vencida, doblegada, subyugada. Charly le había
arrancado esa firma. Debía estar furiosa.. Sin embargo no lo estaba......
Volvió a tumbarse en la cama.. Le dolía todo el cuerpo....
Cerró los ojos.. Sintió aún la presencia de él en las sábanas...Se quedó
dormida
UN MES DESPUES
Por fin había llegado.. Qué travesía tan larga. !Cuántas
horas de avión!..
Estaba nerviosa, asustada, pero no se iba a echar atrás
Ella sabía cómo se llamaba.. Había visto su pasaporte.. Y
sabía dónde trabajaba y dónde poder localizarle...
Buenos Aires!!! Mientras se dirigía al taxi pensaba:
¿Qué estoy haciendo aquí?
Estoy loca.. Loca de remate!!!!
Tomó un taxi que la llevó a su hotel...
Se preparó un baño caliente .
Metida en la bañera, aún le daba vueltas la cabeza.. ¿Qué
haría cuando estuviese frente a él?
No tenía un plan prefijado.. Sólo quería verle. No sabía qué
iba a hacer.. ¿Le abrazaría? ¿Le daría una bofetada por haberla obligado a
firmar de esa forma???
¿Tendría el valor necesario para presentarse a la mañana
siguiente en la universidad y buscarlo???
Cerró los ojos y encendió un cigarrillo...
Pensó en cómo había cambiado su vida en aquél mes.
Desde la visita de Charly a España, ella se había sentido
más fuerte. Había vuelto a tener ganas de luchar, de reír, y hasta había
engordado un poco....
Tenía miedo.. Miedo de presentarse ante él... ¿Y si lo
olvidaba todo y cerraba el billete que llevaba abierto, sin fecha y hora de
regreso ? ¿Tomaba el siguiente avión y volvía a casa sin verle???
Dudaba, dudaba muchísimo.
Deseaba verle. pero tenía miedo.
Después del largo baño, se acostó.
!Vaya no he cenado!! Pensó....... Bueno es igual.. No tengo
hambre"
Le temblaban las piernas cuando se dirigía hacia la facultad
de derecho. Sabía que él estaba allí. Había telefoneado desde España para
asegurarse de sus horarios de clase...
Pero.. ¿Y si por cualquier cosa ese día Charly no estaba
allí?...........
Charly salió de clase cerrando la puerta del aula tras de
sí.
Con paso resuelto se dirigía hacia su despacho, en la
facultad. Levantó los ojos, y la descubrió allí.. frente a él...!No podía ser!!
Eso no podía ser real!!!
Se miraron ambos.. Estaban tensos. Ninguno sabía qué decir.
Karen temblaba. Un sudor frío recorría su espalda. De
pronto, las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos. Intentó hablar pero no
pudo.. Sólo podía llorar....
Charly la abrazó, acarició sus cabellos y le besó la cabeza
con ternura.
Ella apoyó su cabeza en el pecho de él y siguió llorando..
Quería hablar pero no podía..
Él la tranquilizó...
Cuando estuvo más tranquila, levantó la cabeza para mirarle
a los ojos y le dijo:
"He venido a decirte solamente que me obligaste a
firmar la paz, y que, como vencida, voy a cumplir todos los puntos del
tratado..Pero no por haber firmado sin saber lo que firmaba, creas ni un
momento que me has doblegado"
Karen decía esto con miedo
Mientras lo decía pensaba: "¿Era realmente esto lo que
le quería decir?
Por toda respuesta Charly sonrió.
La tomó por los hombros y le dijo:
-"Es la hora de comer. Vamos"
Karen, para variar, no tenía hambre y lo que menos le
apetecía era ir a comer a un restaurante. En realidad lo que le apetecía era
echar a correr y tomar el primer vuelo que la llevara nuevamente a España..
Se sentía impotente frente a Charly. Sentía que él, aún sin
proponérselo. la dominaba.
Ella ya había sentido esa sensación en otra ocasión.. Una
ocasión que quedaba muy lejos pero que aún latía en su corazón. Ella entendía
que esa sensación fuese normal en una relación de amor, de pareja establecida..
Dominada por su amor, pero sólo cuando jugaban al juego del dominio y la
sumisión.
Pero Charly no era su pareja, no era su amor, y no estaban
jugando!!!!
Karen tenía miedo, le asustaba muchísimo esa relación, esa
sensación.. Sin embargo le atraia. Era como si una extraña fuerza le empujase
hacia él mientras que otra voz interior le decía "vete, huye"....
Llegaron al restaurante. Habían recorrido todo el camino sin
pronunciar ni una sola palabra. Ella intentaba adivinar los pensamientos que
cruzaban por la mente de Charly, pero era imposible.. Eran inescrutables...
Fueron a un restaurante italiano.
Tomaron asiento y Charly pidió el menú:
"Spaghetti carbonara para la señorita"
A Karen le dio un vuelco el estómago.. Hasta eso sabía
Charly.. Hasta su plato favorito.. Bueno no era difícil.. Karen lo había dicho
muchas veces en el tablón.
Trajeron la comida.
Ella no tenía hambre, y apenas pudo probar dos cucharadas..
"Comete todo" oyó que decía Charly con voz seria
"No puedo, es mucho. No me lo puedo comer"
"Te lo vas a comer todo y sin rechistar"
"Charly aunque quiera, no puedo. Mi estómago es muy
pequeñito y no está acostumbrado a esas cantidades de comida. Si me como eso
reviento y me pondré mala y devolveré. Me conozco"
"Si devuelves, ten por seguro que no vas a poder
sentarte en dos meses"
Karen le miró asustada.
Recordaba que Tim a veces le decía lo mismo.. Pero jugaban.
No lo decía en serio, y no la obligaba en serio a comer.. Bueno, excepto cuando
ella se desmayaba después de alguna de las sesiones amorosas de Tim debido al
agotamiento.. Pero excepto en esas ocasiones, Tim no la había nunca obligado a
comer.
Pero Charly no jugaba.. Estaba hablando en serio
"Charly, pregunta a cualquier médico, él te explicará
que no me puedes forzar así"
"Comete todo o tendrás que ir al médico por otro
motivo"
La voz y la mirada de Charly no dejaba lugar a dudas
Karen no pudo terminar todo el plato.
Charly no se inmutó. Tomó su postre y el café.
"Vamos"
Esta vez, Charly tomaba a Karen del brazo
Ella tenía miedo.. Sabía lo que iba a pasar.. ¿Lo deseaba??
No estaba segura. No era un juego, no estaba jugando...
Charly la obligó a subir al coche
Sin cruzar ni una sola palabra, Charly condujo hasta un
lugar solitario y tranquilo.
Paró el coche y la obligó a bajar.
Ella estaba realmente asustada.
Se sentó en el asiento de ella, la tomó por el brazo y la
obligó a tumbarse sobre sus rodillas..
Levantó su minifalda, bajó sus bragas hasta las rodillas y
comenzó a azotarla.. Fuerte. Una vez en cada nalga, en un sitio cada vez
diferente.
Karen lloraba. Le dolía pero a la vez le gustaba. Esa
extraña mezcla de dolor y placer que nunca llegaría a comprender ni a explicar
pero que era maravillosa.
Charly se afanaba bien. Trabajaba toda la superficie de las
nalgas que ella ya sentía arder.
Charly paró. La obligó a levantarse.
Sin decir palabra la llevó hasta un árbol y la obligó a
apoyarse en él, con las piernas bien abiertas y las nalgas bien en evidencia.
Se quitó el cinturón...
Karen sintió que su estómago daba un vuelco
Charly dobló el cinturón por la mitad y lo hizo estallar
contra la palma de su mano..
Karen temblaba
Sintió el cinturón estrellarse contra sus ya doloridas
nalgas.
Charly la azotaba una y otra vez.. Las nalgas, los muslos..
La zona de unión entre nalgas y muslos..
Karen no podía más.. Le dolía.
Con Tim tenían pactado, al principio de la relación una
palabra de seguridad que ella nunca utilizó, pero con Charly....No, en este
caso, no valían las palabras de seguridad.
Karen lloraba y se retorcía ante cada nuevo azote.
No podía más
Charly se dio cuenta y paró.......
Se acercó a ella. Le acarició suavemente las nalgas. Ella no
se atrevía a moverse y lloraba sin consuelo.
Charly la abrazó fuerte, muy fuerte. La apretó contra su
pecho. Le acariciaba el pelo mientras le besaba suavemente la cabeza..
"Ya, bebé.. ya.. Cálmate.. Ya pasó"
Ella seguía llorando
Él tomó su barbilla en sus manos y la obligó a levantar la
cabeza y a mirarle a los ojos
"Mira bebé, no me cuentes más historias sobre tu
tratamiento médico y psicológico para curar esa estúpida anorexia...Charly te
la va a curar en los pocos días que estés aquí"
Karen miró a Charly a los ojos y sin poder resistirlo se
abrazó a él........
"Charly...Gracias"
Charly volvió a estrecharla fuerte en sus brazos..
"Aunque no te lo creas bebé, lo hago por tu bien y
porque te quiero"
FIN