La Vecinita
Escrito por: Álvaro Garcés (alv790@hotmail.com)
Esta historia es producto de la imaginación del autor. Trata
acerca de menores recibiendo un castigo físico. Si eres menor de edad o no
estás interesado en este tema, no sigas leyendo.
El autor está
rotundamente en contra de los castigos físicos a niños en la vida real.
Mi padre murió cuando
yo era un crío de seis años. Mi madre tuvo que empezar a trabajar duro para
salir adelante, y no solía estar por casa excepto los fines de semana. Por eso,
a menudo me dejaba al cuidado de una vecina que tenía dos hijos más o menos de
mi edad y una hija cinco años mayor.
La vecina era una mujer de buen corazón, pero se veía
desbordada por la energía de tanta chiquillería. La única forma en que lograba
hacer las tareas de la casa y al mismo tiempo mantener algo de disciplina era
calentándonos el trasero cuando hacíamos alguna diablura.
Cuando eso ocurría, llamaba al culpable o a los culpables y
les reñía por su travesura. Normalmente éramos los tres muchachitos los que
estábamos metidos en el lío, ya que siempre jugábamos juntos. Después cogía a
uno de nosotros y, sentándose en alguna silla que estuviese a mano, nos
desabrochaba los pantalones cortos que solíamos llevar y nos lo bajaba hasta las
rodillas. A continuación los calzoncillos corrían la misma suerte. Ya con el
culo al aire, al niño que iba a recibir sus azotes lo tendía boca abajo sobre
sus rodillas y comenzaba a golpear con la palma de la mano las nalgas así
ofrecidas.
El correctivo no solía ser muy largo, probablemente no más
de diez o doce azotes, pero éstos eran lo suficientemente firmes como para
provocar el llanto y enrojecer visiblemente el trasero castigado.
Cuando acababa la zurra el proceso se repetía con el
siguiente niño, hasta que todos los críos que habíamos provocado las iras de la
señora hubiéramos recibido nuestro merecido.
No creo que tuviera permiso de mi madre para pegarme a mí,
pero en aquella época el castigo corporal estaba perfectamente aceptado, y a mí
no se me ocurría que hubiera algún adulto que no tuviera derecho a darle unos
cachetes en el culo a cualquier niño que se portara mal.
Recuerdo que a la vecina nunca pareció preocuparle nuestra
modestia, puesto que nunca nos llevaba a un sitio privado, sino que éramos
castigados dondequiera que nos encontrásemos, sin importar quién estuviera
delante. Varias veces, algunas mujeres que estaban visitando a mi vecina fueron
testigos del modo en que éramos disciplinados. Todas sonreían y asentían con la
cabeza mientras éramos azotados y mientras frotábamos brevemente la zona
dolorida antes de volver a subirnos los pantalones. Parecían encontrar la
escena encantadora y hogareña, aunque la verdad es que a nosotros no nos
parecía así.
No obstante, la mayor parte de las veces sólo la vecina y
Laura, su hija, presenciaban el ritual. Mis dos compañeros de juego estaban
acostumbrados a estar desnudos delante de su madre y de su hermana, ya que
tanto una como la otra los habían bañado muchas veces, pero a mí me daba mucha
vergüenza que dos mujeres -porque por aquel entonces una niña de once años me
parecía casi una mujer- me vieran el culo y la colita, como la llamábamos los
niños entonces.
Probablemente fueron estos castigos los que dieron la idea a
Laurita de jugar con nosotros a la mamá y a los niños. A mí me encantaba jugar
con ella porque me parecía muy guapa y tenía con ella uno de esos
enamoramientos infantiles. Así que nosotros simulábamos ser sus hijos y ella
hacía como si nos diera de comer, nos cuidara, nos mandara estudiar o hacer
nuestras tareas...
Al final el juego siempre terminaba del mismo modo: nosotros
cometíamos alguna travesura y Laura nos castigaba pegándonos en el trasero.
Las primeras veces los golpes se producían sobre los
pantalones, pero pronto el juego progresó hasta que teníamos que quitárnoslos y
recibir los azotes con la única protección de los calzoncillos.
Yo no me encontraba incómodo con todo esto. Los azotes no
eran muy dolorosos y, al contrario que cuando era castigado por su madre, la
sensación que sentía sobre las rodillas de Laura era placentera. Entonces no
entendía lo que era el sexo ni sabía que Laura me atraía. Sólo sabía que este
juego me resultaba fascinante. Aunque era mayor, tampoco creo que ella se
estuviese aprovechando de nosotros. Eran otros tiempos y seguramente una niña
de once años era casi tan inocente como nosotros.
Aunque no sabíamos exactamente por qué, lo ciertos es que
sabíamos instintivamente que nuestro juego no sería bien visto por los adultos.
Así que siempre tomábamos precauciones para no ser descubiertos. Gracias a eso
el juego continuó y siguió evolucionando hasta que ya nuestros calzoncillos
también eran bajados y recibíamos las nalgadas con el culo al aire, mientras
Laurita nos decía que éramos unos niños traviesos. La verdad es que todo fue
tan gradual que ya sentía menos vergüenza que antes al ser visto desnudo por
mis amiguitos y su hermana.
Hasta que un buen día fuimos descubiertos. La vecina entró
en la habitación de su hija sin llamar y se encontró a ésta con uno de sus
hermanos medio desnudo siendo azotado sobre sus rodillas, mientras los otros
dos mirábamos.
Los chicos recibimos la orden de salir a jugar a la calle.
Nos apresuramos a obedecer, contentos de poder salir de allí sin recibir ningún
castigo. Pronto desde la calle, a través de la puerta abierta pudimos oír
llantos y el sonido de una mano al impactar sobre carne.
Yo, a pesar del riesgo de ser descubiertos, no pude resistir
la tentación de volver a entrar en la casa. Me acerqué sigilosamente a la
puerta del cuarto de Laura, que había quedado entreabierta.
Me asomé y vi a Laura sobre el regazo de su madre, que
estaba sentada en la cama. Laura tenía la falda remangada y las bragas bajadas
hasta los tobillos. Era la primera vez que la veía desnuda, ya que las pocas
veces que se portaba mal y tenía que ser castigada recibía su azotaina en
privado.
Laura lloraba y sacudía las piernas, mientras suplicaba clemencia
y aseguraba que solamente estábamos jugando y que no volveríamos a hacerlo
nunca. Su madre, sin embargo, la mantenía bien sujeta y seguía aplicándole unos
azotes que parecían bastante más fuertes que los que yo estaba acostumbrado a
recibir. Yo nunca le había visto el trasero a una niña, y menos a una mucho
mayor que yo, por lo que estaba bastante impresionado por la escena.
Finalmente, su madre dejó de calentarle el culo y yo,
consiguiendo reaccionar por fin, salí rápidamente de allí antes de ser
descubierto.
No volvimos a jugar a nuestro juego, pero desde entonces
todos esos recuerdos se han quedado grabados de forma indeleble en mi memoria.
FIN
Álvaro Garcés
Sevilla (España)
alv790@hotmail.com
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ResponderEliminarhttps://larevistadelpetticoat.blogspot.com/
ResponderEliminarAlgo parecido me ocurrió de pequeño en párvulos, la seño, apuntaba las faltas cometidas por hablar, pelearse etc. Y al final de la clase, ponia la silla delante de la mesa, nos ponía en fila y uno por uno, nos bajaba pantalón y calzoncillos, nos tumbada sobre sus rodillas y nos azotaba hasta que pataleando, empezábamos a llorar. Después nos sentaba en sus rodillas y nos consolaba.me encanta recordarlo.
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