domingo, 8 de febrero de 2015

La Vecinita F/M Alvaro Garces


La Vecinita

Escrito por: Álvaro Garcés (alv790@hotmail.com)

 

 

 

 

 

 

Esta historia es producto de la imaginación del autor. Trata acerca de menores recibiendo un castigo físico. Si eres menor de edad o no estás interesado en este tema, no sigas leyendo.

 

 El autor está rotundamente en contra de los castigos físicos a niños en la vida real. 

 

 

 

 Mi padre murió cuando yo era un crío de seis años. Mi madre tuvo que empezar a trabajar duro para salir adelante, y no solía estar por casa excepto los fines de semana. Por eso, a menudo me dejaba al cuidado de una vecina que tenía dos hijos más o menos de mi edad y una hija cinco años mayor.

 

La vecina era una mujer de buen corazón, pero se veía desbordada por la energía de tanta chiquillería. La única forma en que lograba hacer las tareas de la casa y al mismo tiempo mantener algo de disciplina era calentándonos el trasero cuando hacíamos alguna diablura.

 

Cuando eso ocurría, llamaba al culpable o a los culpables y les reñía por su travesura. Normalmente éramos los tres muchachitos los que estábamos metidos en el lío, ya que siempre jugábamos juntos. Después cogía a uno de nosotros y, sentándose en alguna silla que estuviese a mano, nos desabrochaba los pantalones cortos que solíamos llevar y nos lo bajaba hasta las rodillas. A continuación los calzoncillos corrían la misma suerte. Ya con el culo al aire, al niño que iba a recibir sus azotes lo tendía boca abajo sobre sus rodillas y comenzaba a golpear con la palma de la mano las nalgas así ofrecidas.

 

El correctivo no solía ser muy largo, probablemente no más de diez o doce azotes, pero éstos eran lo suficientemente firmes como para provocar el llanto y enrojecer visiblemente el trasero castigado.

 

Cuando acababa la zurra el proceso se repetía con el siguiente niño, hasta que todos los críos que habíamos provocado las iras de la señora hubiéramos recibido nuestro merecido.

 

No creo que tuviera permiso de mi madre para pegarme a mí, pero en aquella época el castigo corporal estaba perfectamente aceptado, y a mí no se me ocurría que hubiera algún adulto que no tuviera derecho a darle unos cachetes en el culo a cualquier niño que se portara mal.

 

Recuerdo que a la vecina nunca pareció preocuparle nuestra modestia, puesto que nunca nos llevaba a un sitio privado, sino que éramos castigados dondequiera que nos encontrásemos, sin importar quién estuviera delante. Varias veces, algunas mujeres que estaban visitando a mi vecina fueron testigos del modo en que éramos disciplinados. Todas sonreían y asentían con la cabeza mientras éramos azotados y mientras frotábamos brevemente la zona dolorida antes de volver a subirnos los pantalones. Parecían encontrar la escena encantadora y hogareña, aunque la verdad es que a nosotros no nos parecía así.

 

No obstante, la mayor parte de las veces sólo la vecina y Laura, su hija, presenciaban el ritual. Mis dos compañeros de juego estaban acostumbrados a estar desnudos delante de su madre y de su hermana, ya que tanto una como la otra los habían bañado muchas veces, pero a mí me daba mucha vergüenza que dos mujeres -porque por aquel entonces una niña de once años me parecía casi una mujer- me vieran el culo y la colita, como la llamábamos los niños entonces.

 

Probablemente fueron estos castigos los que dieron la idea a Laurita de jugar con nosotros a la mamá y a los niños. A mí me encantaba jugar con ella porque me parecía muy guapa y tenía con ella uno de esos enamoramientos infantiles. Así que nosotros simulábamos ser sus hijos y ella hacía como si nos diera de comer, nos cuidara, nos mandara estudiar o hacer nuestras tareas...

 

Al final el juego siempre terminaba del mismo modo: nosotros cometíamos alguna travesura y Laura nos castigaba pegándonos en el trasero.

 

Las primeras veces los golpes se producían sobre los pantalones, pero pronto el juego progresó hasta que teníamos que quitárnoslos y recibir los azotes con la única protección de los calzoncillos.

 

Yo no me encontraba incómodo con todo esto. Los azotes no eran muy dolorosos y, al contrario que cuando era castigado por su madre, la sensación que sentía sobre las rodillas de Laura era placentera. Entonces no entendía lo que era el sexo ni sabía que Laura me atraía. Sólo sabía que este juego me resultaba fascinante. Aunque era mayor, tampoco creo que ella se estuviese aprovechando de nosotros. Eran otros tiempos y seguramente una niña de once años era casi tan inocente como nosotros.

 

Aunque no sabíamos exactamente por qué, lo ciertos es que sabíamos instintivamente que nuestro juego no sería bien visto por los adultos. Así que siempre tomábamos precauciones para no ser descubiertos. Gracias a eso el juego continuó y siguió evolucionando hasta que ya nuestros calzoncillos también eran bajados y recibíamos las nalgadas con el culo al aire, mientras Laurita nos decía que éramos unos niños traviesos. La verdad es que todo fue tan gradual que ya sentía menos vergüenza que antes al ser visto desnudo por mis amiguitos y su hermana.

 

Hasta que un buen día fuimos descubiertos. La vecina entró en la habitación de su hija sin llamar y se encontró a ésta con uno de sus hermanos medio desnudo siendo azotado sobre sus rodillas, mientras los otros dos mirábamos.

 

Los chicos recibimos la orden de salir a jugar a la calle. Nos apresuramos a obedecer, contentos de poder salir de allí sin recibir ningún castigo. Pronto desde la calle, a través de la puerta abierta pudimos oír llantos y el sonido de una mano al impactar sobre carne.

 

Yo, a pesar del riesgo de ser descubiertos, no pude resistir la tentación de volver a entrar en la casa. Me acerqué sigilosamente a la puerta del cuarto de Laura, que había quedado entreabierta.

 

Me asomé y vi a Laura sobre el regazo de su madre, que estaba sentada en la cama. Laura tenía la falda remangada y las bragas bajadas hasta los tobillos. Era la primera vez que la veía desnuda, ya que las pocas veces que se portaba mal y tenía que ser castigada recibía su azotaina en privado.

 

Laura lloraba y sacudía las piernas, mientras suplicaba clemencia y aseguraba que solamente estábamos jugando y que no volveríamos a hacerlo nunca. Su madre, sin embargo, la mantenía bien sujeta y seguía aplicándole unos azotes que parecían bastante más fuertes que los que yo estaba acostumbrado a recibir. Yo nunca le había visto el trasero a una niña, y menos a una mucho mayor que yo, por lo que estaba bastante impresionado por la escena.

 

Finalmente, su madre dejó de calentarle el culo y yo, consiguiendo reaccionar por fin, salí rápidamente de allí antes de ser descubierto.

 

No volvimos a jugar a nuestro juego, pero desde entonces todos esos recuerdos se han quedado grabados de forma indeleble en mi memoria.

 

 

 

FIN

 Álvaro Garcés

 Sevilla (España)

 alv790@hotmail.com

 

3 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. https://larevistadelpetticoat.blogspot.com/

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  3. Algo parecido me ocurrió de pequeño en párvulos, la seño, apuntaba las faltas cometidas por hablar, pelearse etc. Y al final de la clase, ponia la silla delante de la mesa, nos ponía en fila y uno por uno, nos bajaba pantalón y calzoncillos, nos tumbada sobre sus rodillas y nos azotaba hasta que pataleando, empezábamos a llorar. Después nos sentaba en sus rodillas y nos consolaba.me encanta recordarlo.

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