domingo, 8 de febrero de 2015

Sombras M/F Krenee31





Sombras


Escrito por: Krenee (krenee31@hotmail.com)



Despertó aterrorizada. Su cuerpo temblaba, su corazón latía a toda prisa. La angustia se apoderó de ella. ¡Otra vez esa horrible pesadilla! Inconscientemente buscó protección en el otro lado de la cama, pero él no estaba. ¡Cuánto le echaba de menos! Su ausencia invadía su vida. Su recuerdo llenaba su soledad. ¡Cómo le había amado! ¡Cómo le amaba aún! No se podía amar más. ¡Cómo él la había correspondido!

El suyo había sido un amor fuera de lo normal. Habían estado unidos por un sentimiento misterioso e inexplicable. No necesitaban hablar, sólo con la mirada y unos pequeños gestos habían construido un lenguaje de códigos secretos que sólo ellos entendían. No necesitaban hablar, sólo con mirarse cada uno sabía lo que pensaba, sentía o quería el otro. La compenetración que entre ellos existía no era terrenal. Era una relación perfecta, y como lo perfecto no puede durar, quiso el destino llevárselo del mundo de los vivos a cualquier otro mundo, a cualquier otra nada.

El ya no estaba, no la podía consolar. Aún temblando, se levantó y se dirigió a aquella habitación. La habitación que había visto la culminación de la felicidad entre ellos, sus estallidos de pasión, su amor desenfrenado.

Ella mantenía aquella habitación intacta. Todo estaba como siempre, como él lo había dejado.

Era una sencilla habitación en que había un cómodo sofá, un sillón y una mesa cuadrada sin ningún adorno. Cuando ella se portaba mal, él la arrastraba hasta aquella habitación y allí ejecutaba el castigo del que había sido previamente advertida, a veces con mucha antelación. Le desnudaba el trasero y la azotaba. Los castigos eran variados; a veces la azotaba con la mano tumbándola sobre sus rodillas, en otras ocasiones la hacía doblarse sobre la mesa, que tenía la altura exacta de su cintura y utilizaba otros instrumentos: la regla de madera, la vara, la fusta o el martinet. En algunas ocasiones le ataba las manos a una argolla de hierro que había clavada en la pared, justo a la altura de su cabeza, y la azotaba de pie.

El la azotaba y sabía que ella disfrutaba. Disfrutaban los dos. Sabía cómo hacerlo. Fuerte y seguido al principio, repartiendo los azotes en cada nalga; más suave y espaciado después. El controlaba los movimientos de ella con cada azote, sus gemidos, su respiración. Sabía cuando debía parar. En muchas ocasiones, la excitación y el placer de ella eran tan fuertes que estallaba en un orgasmo violento y salvaje. Era la señal. El paraba, se acercaba a ella, la cogía en sus brazos y la llevaba a la cama o al sofá; y allí con una mezcla de pasión y ternura, de fuerza y suavidad se amaban intensamente hasta fundirse en un solo ser que se elevaba incorpóreo por encima de lo terrenal hasta alcanzar el jardín prohibido del paraíso.

Cuando tenía esa pesadilla, instintivamente sus pasos la guiaban hacia aquélla habitación: era una señal. Ella sabía que él estaría allí. No podría verle ni tocarle, pero le presentía; le sentía.

Fuera, la noche era clara. La luna llena tenía una sonrisa tierna, maternal y protectora. Las estrellas, cambiaron su luz plateada por brillos multicolores que adornaban el cielo. El viento, tornó su susurro en la melodía suave de un lejano violín.

Ella entró en la habitación. El estaba allí, como en cada despertar de aquella pesadilla. Era su forma de llamarla. No podía verle, no podía tocarle, pero le sentía; le presentía. Su corazón seguía latiendo con fuerza, pero ya no impulsado por el miedo, sino por el amor y la emoción de un nuevo encuentro. Se quedó parada en el centro de la habitación, esperando a que él le comunicara el castigo. Obedeció.

Se acercó a la mesa y se dobló sobre ella. Esta vez sería azotada con martinet. Cerró los ojos fuertemente para concentrarse en todas las sensaciones.

Inmediatamente empezó a sentir los azotes, fuertes y rápidos, bien distribuidos en cada nalga que ella imaginaba enrojecer progresivamente, aunque sabía que en realidad no era así. Aquellos castigos, por desgracia, no le dejaban ninguna señal.

La frecuencia e intensidad de los azotes empezó a disminuir. Un calambre que partía de su vientre empezó a recorrerle el cuerpo. Se agarró a los bordes de la mesa cerrando fuertemente los puños. Sus muslos, su vientre, su pecho se iban poniendo rígidos. El calambre iba aumentando su intensidad. Su corazón casi no latía, se le cortó la respiración. Todo dentro de ella parecía que iba a hacerse añicos con aquélla tensión que la envolvía. Cuando ya no pudo aguantar más, estalló en un orgasmo salvaje acompañado de un no menos salvaje grito de placer.

Era la señal. Los azotes cesaron. Ella dejó de sentir su presencia. Con la respiración aún entrecortada, escondió su cara entre sus manos y lloró amargamente su soledad.

Fuera, la luna había perdido su maternal sonrisa. Las luces de mil colores volvían a ser tililantes estrellas. Las suaves notas del violín habían cesado y sólo se oía el murmullo del viento. El viejo reloj de cuco colgado de la pared del salón, acababa de dar la última de las doce campanadas que anunciaban que la medianoche había llegado a su fin.

 

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