Extracto del Diario de Ronald C. Ashford
Escrito por: Álvaro Garcés (alv790@hotmail.com)
Esta mañana, en una entrevista radiofónica para presentar mi
nuevo libro, me preguntaron cuándo decidí que quería ser escritor. Expliqué que
se trató de un proceso gradual. Siempre he disfrutado escribiendo, y poco a
poco me fui dando cuenta de que podía vivir de eso. Simplemente, hago lo que me
gusta hacer, y mientras consiga que me paguen por ello no tendré necesidad de
buscar otra profesión.
Al contrario que al escribir, en una entrevista tienes poco
tiempo para meditar sobre lo que vas a decir, y tampoco puedes extenderte tanto
como te gustaría. Por eso, cuando llegué a casa y me encontré con que mi esposa
todavía no había llegado y aún no era hora de recoger a los niños del colegio,
me senté cómodamente en mi sillón y volví pensar sobre la pregunta que me
habían hecho.
Por el momento no tenía nada que hacer. Había terminado mi
último libro hacía poco y me estaba tomando un mes de descanso. Y, estando solo
en casa, qué mejor modo de relajarme un poco que coger un bolígrafo y escribir
mis pensamientos en mi diario.
Me gusta recibir cartas de mis lectores diciéndome que han
disfrutado con la lectura de alguno de mis libros. La mayor parte de las cartas
que recibo son así. Más que nada porque aquellos a los que no les gustan mis
libros no se molestan en escribirme, supongo. Hay algo especial en escribir
algo sabiendo que mucha gente va a leerlo. Pero a veces también me gusta
escribir sólo para mí, sin necesidad de ser disciplinado en mi escritura ni
pensar en qué le puede gustar más a la gente. Por eso tengo mi diario. En él
puedo escribir lo que se me pase por la cabeza, lo que desee escribir en ese
momento. No importa si me voy por las ramas o si lo que cuento no tiene interés
para ninguna otra persona. Puedo escribir sobre cualquier cosa que quiera.
Y hoy deseo escribir sobre la persona que me enseñó a amar
la escritura, la señorita Ashley Grover. Y también sobre los desafortunados
acontecimientos que tuvieron lugar tal día como hoy hace 31 años.
Yo tenía once años, y asistía a sexto grado en la escuela
elemental de Cedar Valley. En aquel curso los alumnos debían escoger una
asignatura optativa de entre las que ofertaba la escuela, y yo me inscribí en
la clase de escritura creativa de la señorita Grover.
Ya por entonces me entusiasmaba leer. Cuando llegaba a mis
manos algún libro especialmente interesante, no tenía reparo en pasarme casi
toda la noche leyendo a la luz de una linterna, bajo las mantas para que mis
padres no me pillaran, sin importarme que al día siguiente fuera a estar medio dormido
en el colegio. Pero escribir, lo que se dice escribir, no lo había hecho nunca,
aparte de los trabajos y redacciones que nos mandaban en la escuela.
Pues bien, la señorita Grover era una profesora joven. Había
terminado su carrera universitaria hacía poco tiempo, y se notaba que
disfrutaba con su trabajo. Supongo que todo el mundo ha tenido profesores a los
que les gusta enseñar, y no cabe duda de que se nota la diferencia: Nos leía en
voz alta pasajes de novelas o relatos, nos animaba a escribir y nos fue
enseñando las técnicas para escribir con buen estilo, muchas de las cuales aún
empleo. Conseguía que, no sólo yo, sino también la mayor parte de mis
compañeros esperásemos su clase como uno de los momentos más agradables de la
jornada escolar. Aparte del recreo, claro.
Además era una mujer extraordinariamente hermosa, o al menos
a mí me lo parecía. Yo estaba totalmente
prendado de ella, con uno de esos "enamoramientos" que tienen a veces
los chicos cuando aún son demasiado pequeños para entender realmente qué es el
amor.
Entiéndase que era una cosa muy inocente, sin ningún tipo de
malicia ni deseo sexual. Eran otros tiempos, y yo no sabía nada sobre el sexo.
Durante las excursiones en bicicleta con mis amigos a veces nos contábamos
chistes verdes que habíamos oído a los chicos mayores, y todos nos reíamos sin
entender del todo la broma, simplemente por el placer de hacer algo que
intuíamos que nuestros padres no verían con buenos ojos. Curioso como la gente
se pasaba la infancia tratando de saber más sobre el sexo y cuando llegaban a
adultos y tenían hijos todo su afán es que no se enterasen de nada. Ahora
ocurre todo lo contrario. Desde pequeños, los niños y niñas son bombardeados
con toda la información que puedan desear sobre el tema. Personalmente lo
prefiero; siempre me ha gustado la libertad y así cada cual sabe a qué atenerse
y puede evitar accidentes no deseados. Pero he de reconocer que se ha perdido
una cierta ingenuidad y sentido de la maravilla al ir descubriendo poco a poco,
en la adolescencia, lo que ahora saben hasta los niños de seis años.
En cualquier caso, yo no sabía nada de sexo -y aunque lo
hubiera sabido era demasiado joven para hacer algo al respecto-, y mi amor por
la señorita Grover era puramente platónico.
Cada fin de semana teníamos que escribir un relato para
entregárselo el lunes. Ella los devolvía el viernes siguiente con muchos
comentarios escritos en los márgenes sobre qué cosas se había hecho bien y qué
cosas se podían mejorar. Yo siempre me esforzaba por hacer las cosas bien en su
clase y pronto me convertí en su alumno favorito. Ella tenía cuidado de no
favorecer a unos alumnos sobre otros, pero yo lo notaba por los cada vez más
extensos comentarios que escribía al margen y al final de mis relatos, y por el
modo en que me sonreía y me dirigía unas palabras de alabanza cuando me
entregaba mis relatos. Yo escuchaba cada una de sus palabras como si se tratase
de la fuente de toda la sabiduría, y cada vez que me dirigía su sonrisa o sus
palabras amables me sentía henchido de felicidad.
Pronto no tuve que esforzarme para escribir buenos relatos,
porque empecé a tomarle el gusto a la escritura, y llegó un momento en que me
gustaba tanto escribir como leer.
Como es lógico, con el tiempo, la práctica y los estudios he
aprendido muchas cosas nuevas, pero sinceramente creo que casi todo lo
fundamental, lo que de verdad hace falta aprender para ser un escritor, me lo
enseñó la señorita Grover.
También fue ella la que me enseñó que hay que tener cuidado
con las mujeres, porque en ocasiones son capaces de partirte el corazón, a
veces casi sin proponérselo y a veces muy intencionadamente. Años más tarde,
habría de pasarme un par de veces antes de conocer a la que ahora es mi esposa.
Fueron decepciones duras que me dejaron muy tocado durante un tiempo. Desde
luego mucho más traumáticas que lo que me pasó con la señorita Grover. Pero
cuando las experimenté, las sensaciones que tuve no me fueron del todo
desconocidas ya que, hasta cierto punto, ya las había vivido cuando sólo era un
crío de once años.
La cosa empezó una tarde lluviosa. Era viernes, ya se estaba
acercando el verano, y esa mañana había hecho calor, pero después del mediodía
se había formado como por arte de magia una de esas tormentas veraniegas que
tan habituales son en Ohio. Todos los alumnos estábamos algo inquietos e
hiperactivos. No entiendo cuál puede ser la razón, pero ahora que soy padre
puedo dar fe de que hay algo en las tormentas que pone nerviosos a los niños y
les hace ser más revoltosos que de costumbre.
El caso es que esa tarde entre todos teníamos atacada de los
nervios a la pobre señorita Grover. Desde luego, visto en perspectiva, no
envidio su posición. Yo tengo dos niños de esa edad, y junto con mi esposa y mi
hija mayor son lo que más quiero en el mundo, pero no me gustaría encerrarme
con 35 como ellos en una clase. Me comerían vivo.
Y nosotros ese día nos estábamos comiendo viva a la señorita
Grover. No es que fuésemos deliberadamente desobedientes o insolentes; en aquel
entonces no existían los problemas de indisciplina en las aulas que hoy
tenemos. Pero estábamos excitados, nos movíamos, no prestábamos atención a sus
explicaciones y al poco tiempo de que nos hubieran exigido silencio lo
olvidábamos y empezábamos a hablar otra vez.
"¡Ya está bien!, ¡silencio!", gritó ella una vez
más en medio de toda la algarabía. Y yo tuve la mala suerte de que en ese
momento le estaba diciendo una cosa a un compañero, se calló todo el mundo de
golpe, y la única voz que sonó en la clase fue la mía.
"¡Ronald Ashford!", exclamó ella, "ya es más
que suficiente. ¡Acompáñeme!"
"Espera aquí un momento", me dijo cuando llegamos
ante la sala de profesores.
Al cabo de un minuto salió con una paleta de madera que a mí
me pareció enorme. Yo sabía que estaba enfadada, pero hasta entonces no se me
había ocurrido que me fuera a azotar. Sencillamente no me lo esperaba. Por
supuesto, sabía que los profesores podían azotar con la paleta a los alumnos si
lo estimaban conveniente. Y muchos lo hacían con cierta frecuencia. Pero
normalmente era por crear problemas en clase de forma repetida o por
infracciones serias. No por algo tan trivial como hablar un momento en clase.
Yo jamás había recibido azotes en la escuela, y ahora iba a hacerlo, por una tontería
sin importancia, y de mi profesora favorita. A menudo hablábamos después de
clase sobre los relatos que había escrito. Yo creía que era amiga mía. ¿Cómo
podía hacerme esto?
"Inclínate y apoya los brazos contra la pared"
"Señorita Grover, por favor, yo..."
Pero ella estaba demasiado enfadada para atender a razones.
"Vamos, Ron, ya me has oído. Obedece."
Los ojos se me llenaron de lágrimas. Estaba tan devastado
que hubiera empezado a llorar sin duda alguna, si no fuera porque al mismo
tiempo también me invadió una enorme rabia. No era justo. Sencillamente no lo
era. Me entraron ganas de salir corriendo o de negarme a obedecerla. Pero el
hábito de obediencia a los adultos estaba demasiado enraizado en mí, así que
hice lo que me decía. Fue mejor así, porque indudablemente habría sido mucho
peor si no la hubiese obedecido. Me podían haber expulsado durante una semana o
algo así, y entonces mis padres me hubiesen matado.
Así que me incliné y me apoyé contra la pared.
Al cabo de unos segundos se escuchó SWISSSSSSH CRACKKKKKK. Y
al instante sentí como si hubieran apoyado una plancha al rojo vivo sobre mi
trasero. ¡Oh Dios mío! Dolía mucho. Bastante más de lo que había imaginado.
Estuve a punto de levantarme y empezar a dar saltos de dolor, pero con un gran
esfuerzo de voluntad me mantuve quieto sin soltar más que un gemido que debió
sonar como el de un cachorro apaleado. Que a fin de cuentas es lo que yo era,
en ese momento.
A los pocos segundos hubo un nuevo SWISSSSSSH CRACKKKKKK. Y
el dolor apareció de nuevo, aún más intenso si cabe. Yo me mordí la lengua para
no gritar. Las lágrimas luchaban por saltarse de mis ojos. Quería rogarle que
por favor me perdonara, que no me hiciera más daño. Pero no quería que me viera
llorar ni suplicar. Mi profesora favorita, a la que yo admiraba y quería, me
estaba haciendo esto y ni siquiera había hecho nada por merecerlo. Yo había
creído que ella también me quería a mí. Y la decepción era tan dolorosa como la
paleta. Lo único que me mantenía entero era mi orgullo y mi rabia. Y estaba
decidido, pasara lo que pasase, a que no me hiciera llorar.
SWISSSSSSH CRACKKKKKK. El tercero. Se me escapó un sollozo
pero me controlé de nuevo. Me entraban ganas de tirarme al suelo para que no
pudiera seguir. Estaba sudando y el dolor era insoportable. Mis pantalones
cortos apenas ofrecían protección contra los golpes. ¿Sabría ella el daño que
me estaba haciendo? ¿Le importaría siquiera?
"¿Cuántos más quedan?", pensé, "no voy a
poder aguantar muchos más."
Me tensé para recibir el cuarto, pero éste no llegó.
"Está bien, Ron", dijo ella. "Puedes
levantarme."
Me incorporé. Al menos no me había hecho llorar. Ansiaba
frotarme el trasero con las manos para tratar de aliviar el escozor, pero no
quería dejarle ver cuánto me había dolido. Me limité a echarle la mirada más
asesina de que fui capaz. Entonces ella me miró a los ojos y sacó de su
bolsillo un bolígrafo y una pequeña tarjeta, y escribió algo en ella.
"Quiera que el lunes me traigas esta nota firmada por
tus padres", me dijo.
La cogí con mano temblorosa. Era lo único que me faltaba.
Una nota para que la firmaran mis padres. ¿Es que no tenía suficiente con la
zurra que me había dado? ¿También quería que mis padres la continuasen? Y es
que en aquellos días, unos azotes en el colegio significaban para casi
cualquier chico otra buena dosis de lo mismo en casa.
"Puedes ir un momento al servicio para lavarte la cara.
Cuando termines ven a clase."
Sí, pues iba lista si creía que iba a volver a clase cuando
sólo faltaban unos minutos para acabar. Sin decir una palabra me di la vuelta y
me fui hacia el servicio. En cuanto llegué cerré la puerta con pestillo, me
bajé los pantalones y los calzoncillos y me miré en el espejo. Mis nalgas
estaban muy enrojecidas, sin duda, pero no ensangrentadas o en carne viva como
yo me había esperado. Me mojé las manos en agua fría y, con mucho cuidado, me
froté la zona dolorida. Eso me alivió un poco, aunque no demasiado. Podía
sentir con mis manos lo caliente que estaba mi pobre trasero. Y entonces, a
salvo de miradas indiscretas, no pude aguantarme más y me eché a llorar. Lloré
en silencio por el dolor del castigo que había recibido, y sobre todo por la
humillación y por la traición de la profesora a la que más quería y en quien
más confiaba.
Estuve un cuarto de hora llorando y, cuando se me pasó me
lavé la cara y traté de que se me notasen los ojos inyectados en sangre lo
menos posible. Por entonces las clases estaban terminando, y yo aproveché para
irme del colegio junto con los primeros alumnos que salían, sin volver a clase.
Pero mis desgracias no habían terminado ahí. Aún tenía que
enseñarles la nota a mis padres para que la firmaran. Aunque en general mis padres
no eran demasiado estrictos, al menos comparado con lo que se estilaba
entonces, sí que se tomaban muy en serio los aspectos relacionados con mi
educación. Hasta entonces nunca había recibido una azotaina en el colegio, pero
sí había llevado en alguna ocasión a casa una nota de algún profesor quejándose
de mi falta de esfuerzo en su asignatura; matemáticas, generalmente. Y esas
notas siempre me habían costado recibir una buena azotaina en casa. Menos la
vez que imité la firma de mi padre para evitar el castigo. Al final no fue una
buena decisión, ya que acabó descubriéndose mi falsificación durante una de
esas charlas entre padres y profesores, y mi padre me castigó con el cinturón.
Era la única vez que me habían azotado con algo que no fuese la palma de la
mano, y el dolor había sido tan insoportable que no quería repetirlo bajo
ningún concepto.
De forma que ni se me pasó por la cabeza volver a falsificar
la firma, pero sí que fui repitiéndome todo el camino, como si tratara de
convencerme a mí mismo, que no había sido culpa mía, y que no era justo que me
hubieran castigado así, que yo sólo había hablado un momento con mi compañero.
En mi mente, veía ya a mis padres consolándome y yendo al colegio a quejarse a
la señorita Grover por el modo en que me había tratado. Pero no estaba yo del
todo convencido, ya que en aquella época los padres no acostumbraban a dar la
razón a sus hijos frente a los profesores, y para cuando llegué casa se me
había formado una bola en la garganta.
El coche de mi padre no estaba en el jardín -trabajaba hasta
más tarde-, y decidí probar fortuna pidiéndole a mi madre que firmara la nota.
Las madres tienen fama de ser más lenientes y comprensivas, aunque en materias
disciplinarias tanto mi padre como mi madre estaban bastante coordinados.
La puerta de casa estaba abierta (no teníamos mucho problema
de delincuencia por allí) así que entré y me dirigí hacia la cocina, donde
estaba mi madre.
"¡Hola, Ron...!", empezó a decir cuando me oyó.
Pero nada más verme se detuvo, dándose cuenta de que algo no iba bien. No me
extraña, porque debía tener una expresión más propia de un funeral que de otra
cosa.
"Hijo, ¿qué te ocurre? ¿Te ha pasado algo malo en el
colegio?", me preguntó.
Sin atreverme a levantar la mirada del suelo, y con las
lágrimas a punto de saltárseme, me limité a entregarle la nota.
Mi madre la leyó en silencio. Yo elevé la vista para ver
cómo se lo estaba tomando. Cuando terminó de leer me miró o, mejor dicho, me
lanzó "la mirada". "La mirada" era un gesto característico
de mi madre. Arqueba una ceja y sus ojos azules parecían volverse grises
mientras te fulminaba con la mirada. Cuando recibía "la mirada" sabía
que estaba en un lío muy grande. Un lío de esos que solían resolverse de forma
muy dolorosa para mi trasero.
"¿Y bien?, jovencito. ¿Tienes algo que decir?", me
preguntó con voz severa.
"Yo... mamá... es que...". Me paré un momento,
tratando de recomponerme. La expresión con la que mi madre me estaba mirando no
ayudaba en nada.
"No fue culpa mía...", intenté de nuevo.
"¿No es verdad lo que dice la nota?", me preguntó
ella, frunciendo el ceño.
"No, o sea, sí... Es verdad, pero es que yo no estaba
haciendo nada malo... Sólo le dije una cosa a Jerry, pero en el momento en que
hablé se callaron todos los demás y la señorita Grover estaba muy enfadada...
Pero no era culpa mía que estuviera enfadada, porque yo no estaba hablando
antes... Pero entonces hablé yo y ella se enfadó conmigo y me castigó a mí...
Pero no fue culpa mía."
Después de soltar ese borbotón de palabras me quedé callado
de golpe, sin saber si lo que acababa de decir tenía algún sentido o no.
Supe por la expresión de su rostro que no la había
convencido.
"Ron," me dijo con voz cansada, "¿dijo la
señorita Grover que os callarais o no?"
"Sí, pero..."
"Y ¿hablaste tú entonces o no?", me interrumpió.
"Sí, pero es que yo ya estaba empezando a hablar y no
pude callarme", traté de explicarle.
"Muchachito, ¿cuántas veces te hemos dicho que en clase
debes estar en silencio mientras habla el profesor, y que debes obedecer a todo
lo que manden?"
No podía creer que mi madre estuviera siendo tan injusta y
no quisiera tener en cuenta las circunstancias atenuantes. ¡Yo no había querido
portarme mal, todo había sido un accidente! Traté de explicarle que yo nunca me
hubiera portado mal a sabiendas en clase de la señorita Glover, que es imposible
estar tantas horas sentado sin hablar nunca ni siquiera un poco, que todo había
sido una injusticia, un malentendido... Pero las palabras, que siempre han sido
mis amigas, me habían abandonado por completo ante lo miserable de mi
situación, y lo único que pude hacer es echarme a llorar sintiéndome muy
desgraciado.
Mi madré suspiró, su expresión se suavizó un poco y murmuró:
"Ron, Ron, ¿que voy a hacer contigo?"
Me abrazó durante un rato y me dio un beso en la cabeza.
Sin embargo, su consuelo duró poco. Separándose un poco de
mí, puso su mano en mi barbilla y me levantó la cabeza para que la mirara.
"Ron, entiendes por qué tengo que castigarte, ¿verdad?
Tus estudios son muy importantes."
Yo no entendía por qué tenía que castigarme, pero me había
dado cuenta de que mi madre ya había tomado la decisión, y estaba tan resignado
a lo inevitable y tan agradecido por su gesto de ternura en medio de tantos
castigos que me limité a asentir con la cabeza, deseando terminar con esto lo
antes posible.
Ella me tomó de la mano y se sentó en una silla de la
cocina, colocándome ante ella. Me desabrochó los pantalones y me los bajó,
junto con los calzoncillos hasta las rodillas. Yo me limitaba a sollozar en
silencio, sin oponer ninguna resistencia.
Entonces me cogió por los brazos y me colocó bocabajo sobre
sus rodillas. Al momento cayó el primer azote sobre mis nalgas desnudas. Y tras
el vinieron los demás.
Mi madre era una mujer fuerte, y yo temía sus azotainas
tanto como las de mi padre. Ella azotaba enérgicamente, con golpes fuertes y
regulares, sin apresurarse nunca ni tampoco hacer pausas, distribuyendo los
azotes por todo mi trasero aunque prestando especial atención a la zona que se
utiliza para sentarse, que resulta ser especialmente sensible.
Al contrario que en el colegio, yo no aguanté esos azotes de
forma estoica. Nunca había recibido una azotaina de mis padres sin llorar
amargamente. Incluso cuando tenía 3 ó 4 años y mis padres me daban un azote por
hacer alguna diablura, yo lloraba durante largo rato, aunque el azote no
hubiera sido fuerte y no hubiese dolido demasiado sobre los pantalones. Recibir
una azotaina de verdad, con el culo al aire, sí que dolía, y mucho.
Especialmente después de los azotes que ya había recibido anteriormente en el
colegio. Pero no era el dolor lo peor. Al menos no el dolor en el trasero. Lo
peor era saber que las personas que más quería en el mundo estaban tan
enfadadas conmigo que me estaban pegando. Eso me causaba una gran tristeza y
era suficiente por sí solo para hacerme llorar.
Con mis padres, mi madre en este caso, tenía más confianza
que con la señora Grover. Había vivido con ellos toda mi vida y nos conocíamos
mejor. No sentía ese orgullo terco que me obligó a no llorar cuando la señorita
Grover me estaba dando esos azotes en el colegio.
Mientras la palma de la mano de mi madre seguía cayendo una
y otra vez sobre mis nalgas yo lloraba sin parar, suplicaba perdón, pataleaba y
trataba de escapar de ese dolor. Pero mi madre me tenía bien sujeto; no me iba
a mover de allí hasta que ella decidiera que ya había sufrido suficiente
castigo.
Al cabo de un rato los golpes se detuvieron y mi madre me
preguntó:
"¿Has aprendido la lección, Ron?"
"Sí, lo siento... Perdóooon...", lloré yo,
desesperado porque se acabara el castigo.
Ella me dio dos firmes azotes más y pregunto:
"¿Vas a volver a hablar en clase y desobedecer a tu
profesora?"
Mamá siempre terminaba mis azotainas de esa forma, haciendo
varias preguntas que puntuaba con algunos azotes más.
"Nooooo, me portaré bien, de verdad... Por favor, más
noo...", conseguí decir entre mi llanto.
Por suerte esta vez el ritual no se prolongó mucho. Mi madre
me dio un último azote y me ayudó a levantarme. Una vez de pie, me volvió a
poner los calzoncillos y los pantalones, que habían salido volando durante la
zurra, y me abrazó con fuerza.
"Ya está, mi niño, ya está, ya pasó todo...", me
susurró al oido entre otras frases de consuelo. Yo todavía lloraba
desconsoladamente y me abrazaba a ella con todas mis fuerzas. Me dolía mucho,
sentía la piel de mi trasero dolorida y caliente y tenía la nariz tapada y la
boca cansada de tanto llorar. Pero allí, aferrado a mi madre, aún llorando y
siendo consolado poco a poco, empecé a sentir algo de felicidad por primera vez
en varias horas. Porque era verdad, ya estaba, ya había pasado todo y había
sido perdonadado, y ya mi madre no estaba enfadada conmigo.
Permanecimos abrazados largo rato, mucha más de lo usual,
porque realmente lo necesitaba, después de la tarde que había pasado. Allí
estuve hasta que dejé de llorar, y después un largo rato más, sin aflojar el
abrazo, hasta que me fui relajando y me quedé dormido allí mismo.
Mi madre me acostó y me dejó dormir hasta la hora de cenar.
Mi padre ya estaba allí y, evidentemente, había sido informado de lo que había
sucedido. Pero no hizo ningún comentario y se limitó a darme un beso y un
abrazo, y después cenamos juntos. Eso era una cosa que me gustaba: una vez que
había sido castigado por algo ya estaba perdonado, y no había necesidad de
seguir insistiendo en el tema.
Todavía me dolía un poco al sentarme pero mucho menos que
antes. Al día siguiente por la mañana ya no quedaba ningún rastro de las
azotainas que había recibido.
En cuanto a la señorita Grover, durante unas semanas estuve
enfadado con ella. Por la cuenta que me traía, no mostraba ese enfado siendo
grosero con ella, ni dejando de hacer los deberes de su asignatura, ni nada de
eso. Simplemente, dejé de participar en su clase salvo cuando me preguntaba
directamente. También dejé de preocuparme tanto por los relatos que escribía
para la clase. Seguían siendo buenos, porque ya sabía escribir relativamente
bien, pero no ponía en ellos todo lo que tenía. Los mejores que escribía,
aquellos que eran más personales, me los guardaba para mí.
Era, en fin, una forma de venganza un tanto inmadura. Una
reacción de mi orgullo herido. Tú me has hecho daño a mí: pues yo te lo haré a
ti. Y el único modo que tenía de hacerle daño a la señorita Grover era ése:
ignorarla y hacerle ver que estaba enfadado con ella. Era un método algo
mezquino, puesto que sólo tenía efectividad si yo le importaba algo a ella.
Cosa que dudaba después de lo que había pasado, para ser sincero.
Mientras tanto, seguía atendiendo y disfrutando de sus
explicaciones. Me hubiera gustado participar en clase, pero el recuerdo de mi
humillación hacía que no me costase demasiado trabajo no hacerlo. Y al menos
estaba empezando a notar que a ella le afectaba un poco mi actitud, y no estaba
contenta. Eso para mí era una satisfacción.
Al fin, un cierto día, al terminar la clase, me dijo:
"Ron, quédate un momento, me gustaría hablar
contigo".
Cuando nos quedamos solos me preguntó:
"Ron, ¿qué es lo que te ocurre? ¿Todavía sigues
enfadado por la vez que te castigué?"
No hubiera tenido sentido negarlo, así que dije que sí con
la cabeza.
"Señorita Grover", le dije. "No fue justo que
me pegara. Yo siempre me había portado bien en su clase, y ese día lo único que
hice fue comentar algo con un compañero. No fue culpa mía que usted estuviera
enfadada porque los demás no dejaban de hablar. Yo hasta entonces no había
dicho nada. Y usted me pegó y además me hizo llevar una nota a casa para que
también me pegaran allí... Yo creía que éramos amigos.", añadí dubitativo.
Ella pareció apenada, y me respondió:
"Tienes razón, Ron. No actué bien. Ese día estaba
cansada y enfadada y lo pagué contigo sin que tu tuvieras la culpa. Lo siento
de verdad, Ron. También las personas mayores cometemos errores a veces. Sí que
éramos amigos, y me gustaría seguir siéndolo. ¿Me puedes perdonar?"
Me había pedido perdón. Eso era más de lo que esperaba.
Estuve tentado de rechazar sus disculpas. Eso la hubiera humillado, como ella
me humilló a mí. No debía de haberle resultado fácil pedirle perdón a un
alumno. Reconocer que habían cometido un error y pedir perdón no era algo que
los profesores hicieran en aquella época. Pero la verdad es que yo ya estaba
tan cansado de mi enfado como ella. No soy una persona que permanezca mucho
tiempo enfadada, y era sólo mi orgullo herido lo que me había seguir
aparentando enfado todo el tiempo que fue necesario.
Así que asentí con la cabeza:
"Yo también siento haberme enfadado con usted, señorita
Grover"
Ella sonrió y me dio una palmadita en el hombro.
Y de ese modo terminó el episodio. Yo me olvidé de mi enfado
y volví a participar en clase, y todo volvió a ser como antes... Bueno. Todo
no, hay algo que cambió. El "enamoramiento", por llamarlo de alguna
forma, que yo tenía con la señorita Grover
había desaparecido. Pero en fin, es algo que tenía que pasar antes o
después. Al menos pudimos seguir siendo amigos y yo seguí aprendiendo de ella.
Años después de haber terminado ese curso, yo seguía llevándole mis relatos
para que los leyera y me comentara lo que pensaba. E incluso ahora, que vivimos
en extremos opuestos del país, seguimos escribiéndonos de vez en cuando, y yo
le envío un ejemplar de cada libro que publico. Y sí, mi esposa lo sabe y le
parece bien. Que si hay algo que he aprendido de los castigos de mis padres es
que lo mejor es decir la verdad siempre. Sobre todo cuando no estás haciendo
nada malo. Se vive más tranquilo y a la larga siempre es mejor. Porque si no
seguro que Marion, mi esposa, lo hubiese acabado descubriendo y yo habría
tenido que explicarle por qué me carteaba en secreto con otra mujer, aunque
fuera algo perfectamente inocente.
Y, para terminar, ¿que pienso de todo esto hoy en día?
Algunas personas, al recordar los castigos que recibieron en la infancia,
considera que todo fue para bien. No les hizo ningún daño a la larga, sino que
les ayudó a ser mejores personas. Algunos incluso los encuentran simpáticos y
divertidos. Yo no comparto esa opinión. Quizá porque he sido bendecido con una
buena memoria, no encuentro nada simpático o divertido en atemorizar e
inflingir dolor a una personita que depende de ti en todo y que no puede
defenderse. Además, incluso aunque aceptara el castigo físico, sigo pensando
que ese día fui tratado injustamente. Es cierto que ninguno de los castigos fue
brutal, y que tanto mi profesora como, especialmente, mi madre me trataron con
cierta ternura y compasión, pero eso no les impidió darme dos severas azotainas
por una falta trivial. Hoy en día, cuando alguno de mis hijos ha hecho algo
malo y se echa a llorar soy incapaz de seguir riñéndole. Qué le vamos a hacer,
siempre he sido algo blando. Pero mi madre, tan tierna y comprensiva
normalmente, no se solía ablandar cuando consideraba que debía ser castigado.
En cuanto a las azotainas, recibí la última cuando tenía 13
años. Siempre he sido una persona algo orgullosa y terca, y por esa edad había
dejado de permitir ser consolado tras las azotainas paternales. Después de
ellas, me llevaba un tiempo enfadado con mis padres hasta que nos
reconciliábamos de nuevo. Creo que se dieron cuenta de que estaba dejando de
ser un niño y era el momento de emplear otras técnicas.
A veces, tras algún castigo que incluso el niño que yo era
se daba cuenta que podía haber sido mucho menos severo e igualmente efectivo,
llegué a preguntarme si mis padres me querían de verdad porque, en mi opinión,
cuando quieres a alguien de verdad tratas de no hacerle daño. Pero en su
descargo es de justicia decir que, excepto quizá en medio del resentimiento
natural tras alguna azotaina, siempre he sabido que me querían, y estoy
convencido de que no les resultaba fácil castigarme. Lo que nos diferenciaba
era una cuestión de mentalidad:
Quien escatima la vara, odia a su hijo, quien le tiene amor,
le castiga (Prov. 13, 24)No ahorres corrección al niño, que no se va a morir
porque le castigues con la vara. Con la vara le castigarás y librarás su alma
del seol (Prov. 23, 13-14)La necedad está enraizada en el corazón del joven, la
vara de la instrucción le alejará de allí (Prov. 22, 15)
Etcétera, etcétera. Todo eso y más está en la Biblia. Y lo
que está en la Biblia eran palabras mayores, por aquel entonces y en aquel
lugar. Claro, yo sé que la Biblia fue escrita hace miles de años, y no
precisamente por lo más granado de la época sino, en general, por fanáticos
religiosos, ultranacionalistas y xenófobos, que si vivieran hoy en día no
merecerían más que el desprecio de toda la gente civilizada. Si hemos de creer
al Antiguo Testamento, Dios ordenó directamente el genocidio del pueblo
egipcio, así como el de los habitantes originales de la tierra prometida y el
de tantos otros. Incluso castigó a un rey judío por dejar viva a una mujer de
una ciudad conquistada. También nos ordena asesinar a los hijos mayores que se
rebelan contra los padres:
Cuando alguno tuviere hijo contumaz y rebelde, que no
obedeciere a la voz de su padre ni a la voz de su madre, y habiéndolo
castigado, no les obedeciere;Entonces tomarlo han su padre y su madre, y lo
sacarán a los ancianos de su ciudad, y a la puerta del lugar suyo;Y dirán a los
ancianos de la ciudad: Este nuestro hijo es contumaz y rebelde, no obedece a
nuestra voz; es glotón y borracho.Entonces todos los hombres de su ciudad lo
apedrearán con piedras, y morirá: así quitarás el mal de en medio de ti; y todo
Israel oirá, y temerá. (Deuteronomio, 21, 18-21)
Por supuesto, no es justo generalizar. El Nuevo Testamento,
o los Evangelios, para ser más exacto, contienen un mensaje moral admirable y
enormemente avanzado para la época. Incluso en el Antiguo Testamento, en medio
de tanto odio, xenofobia y barbarie, se encuentran gemas como el Libro de Ruth,
que es un hermoso alegato contra el racismo. Lástima que ese alegato se haya
perdido en la no traducción. En efecto, se lee que Booz decidió casarse con
Ruth pero no se explicá por qué eso era chocante y extraordinario. En mi
versión de la Biblia hay una ilustración en la que se representa a Ruth hermosa
y con el pelo rubio y largo. Difícilmente se entenderá que Booz está haciendo
un gran sacrificio al casarse con ella. Claro, Ruth era moabita, pero ¿y qué?
¿Qué son para nosotros los moabitas? ¿Quién ha oído decir últimamente:
"Esos moabitas son todos unos vagos y unos ladrones" o "los
moabitas sólo vienen aquí para quitarnos nuestro trabajo y el pan de nuestros
hijos"? Si este libro se hubiese traducido correctamente, en vez de
moabita diría negro, o gitano, o moro, o la raza que sea odiada y despreciada
en cada lugar... y entonces sí que podría entenderse el mensaje del libro de
Ruth.
En fin, mis padres y yo veíamos las cosas desde perspectivas
diferentes, pero ellos me querían y yo los quería a ellos, y eso es lo más
importante. No creo poder decir que mi esposa y yo queramos a nuestros hijos
más de lo que mis padres me querían a mí. Pero sí creo que no falto a la verdad
si digo que, por haber desechado el exceso de autoritarismo, sí que tenemos una
relación más profunda con ellos. Conocemos mejor a nuestros hijos, y ellos nos
conocen mejor a nosotros, de lo que mis padres me conocían a mí y yo los
conocía a ellos. Creo que eso es bueno y merece la pena.
Y esto es todo lo quería escribir. Lo cual es una suerte,
porque como no salga de casa inmediatamente no llegaré a tiempo a recoger a mis
hijos del colegio.
FIN
Hola me interesa hacer un blog nuevo de relatos e/y historias de spanking en español, veo que están muy escasas ahorita, yo hago el blog o pagina y la gente que este interesada pone el contenido, me gustaría por que este tema esta muy abandonado si les interesa favor de mandarme un correo a rodriguezcarlos840@yahoo.com.mx
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