Reencuentros
Escrito por: Álvaro Garcés
(alv790@hotmail.com)
Esta
historia es producto de la imaginación del autor. Incluye escenas en las que
un niño o niña recibe un castigo físico. Si eres menor de edad o no estás
interesado en este tema, no sigas leyendo.
El autor
está rotundamente en contra de los castigos físicos a menores en la vida
real.
Mi hermana me abrió la puerta y se quedó mirándome con la boca abierta. Hacía tres años que no nos veíamos y no le había dicho que venía para darle una sorpresa. Sin dejarle tiempo a reaccionar le di un abrazo que la dejó sin respiración.
“¡Fátima!,”
le dije. “Cuánto tiempo sin verte. No has cambiado nada.”
Era
mentira. Le habían salido las primeras arrugas y parecía cansada. Podía darme
cuenta de que estos últimos años no habían sido benévolos con ella.
Mentalmente me maldije por haber estado tan lejos cuando más me necesitaba,
tras su divorcio.
“Tú
tampoco has cambiado nada. ¡Pero qué sorpresa más grande! No te esperaba en
absoluto. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo es que no me has avisado de que venías? Te
vas a quedar unos días antes de volver a Argentina, ¿verdad?”
“¡Eh!, de
una en una,” dije riendo ante el torrente de preguntas. “Tengo muy buenas
noticias: Me voy a quedar más que unos días. He conseguido que me trasladen a
España. No te avisé porque quería darte una sorpresa.”
“¡Pero eso
es fantástico! ¿Te han trasladado a la sede de Valencia o a la central?”
“A
Valencia, nada de Madrid.”
“¡Genial!
Tantos años separadas y ahora podremos vernos a diario. ¿Dónde has dejado el
equipaje?”
“Lo he
dejado en la estación, en consigna,” respondí. “Esta tarde lo llevaré al
hotel.”
“¿Al
hotel?”
“Sí,
pasaré unos pocos días en un hotel hasta que encuentre un piso en alquiler
que me guste. Me he tomado dos semanas de vacaciones para arreglarlo todo.”
“¿Pero qué
dices? Tú no vas a ir a ningún hotel. Te quedarás aquí en casa todo el tiempo
que haga falta.”
Sonreí.
Había supuesto que mi hermana diría eso, pero no había querido imponerle mi
presencia.
“Está
bien, te lo agradezco mucho. Pero dime, ¿dónde está Javi?”
Javi era
mi sobrino, un chico adorable. El juez le había concedido la custodia a su
madre después del divorcio. Según me había contado Fátima, su padre no les
pasaba la pensión ni iba a ver al niño. Me hubiera gustado ponerle las manos
encima a ese impresentable.
“Está
aquí. Enseguida lo llamo. ¡Javi, ven aquí! ¡Ha venido la tía Raquel!”
Pero nadie
respondió. Mi hermana me hizo una mueca: “Estará escuchando música en su
cuarto. Ven.”
La seguí
y, efectivamente, Javi estaba en su cuarto, escuchando a todo volumen eso que
pasa por música entre los jóvenes de hoy. Su madre llamó a la puerta: “Javi,
sal. Mira quién está aquí.”
La música
enmudeció y se abrió la puerta. Allí estaba mi sobrino. Había crecido mucho,
parecía un hombrecito. Si lo hubiera visto por la calle seguramente no lo
hubiera reconocido. Tenía un gesto hosco, pero su cara se iluminó al
reconocerme.
“¡Tía
Raquel!,” me dijo mientras me abrazaba. Yo le devolví el abrazo, muy contenta.
Había temido que ya no se acordase de mí. Tres años son mucho tiempo para un
niño, a pesar de que nunca me olvidaba de enviarle algún regalo por su
cumpleaños y por Navidad.
“¿Cómo
está mi tigrecito?”, le pregunté (tigrecito era el apodo cariñoso por el que
solía llamarle).
“No me
llames así, tía, que ya no soy un bebé.”
“Está
bien, en ese caso te llamaré don Javier,” bromeé.
Fuimos los
tres al salón y estuvimos un rato conversando sobre cómo nos había ido estos
años y recordando los viejos tiempos. Finalmente Javi anunció que había
quedado con unos amigos y que tenía que irse.
“Javi, tu
cuarto está hecho una pocilga. Recógelo un poco antes de salir,” le dijo su
madre.
“Y una
mierda. Ya lo haré mañana.” Dicho esto, Javi se marchó a la calle tan
tranquilo, sin ni siquiera despedirse.
“Fátima,
¿cómo consientes que tu hijo te hable así?”, le pregunté con asombro.
“Oh,
bueno,” dijo ella, ruborizada. “Supongo que no hay que darle tanta
importancia. Lo aprende de los chicos del barrio. Es sólo una fase, ya se le
pasará.”
Yo me dije
para mis adentros que si mi sobrino tenía esa actitud a los once años, no
quería ni pensar cómo actuaría cuando tuviese dieciséis.
Durante la
semana siguiente me dediqué a buscar piso y a ayudar a Fátima. La pobre estaba
agobiada entre el trabajo y las tareas domésticas, y su hijo no la ayudaba en
nada. Más bien todo lo contrario: nunca recogía nada, dejaba la ropa sucia
tirada por su habitación y por el cuarto de baño, a veces nos hablaba de
forma grosera a su madre y a mí... Más de una vez me vi tentada de bajarle
los humos con unos buenos azotes, pero por mucho que Javi los necesitara no
me decidí a dárselos, ya que realmente no hubiera sido correcto que lo
hiciera sin el permiso de su madre.
En cuanto
a mí, conseguí encontrar una casa en las afueras que me gustaba mucho y la
alquilé y arreglé a mi gusto.
“Raquel,”
me dijo mi hermana por teléfono ese jueves, “me ha surgido una cosa. Una
amiga me ha invitado a pasar el fin de semana en su chalet en la playa. Yo
iba a decirle que no, porque no podía dejar solo a Javi. Pero entonces se me
ocurrió que quizá no te importaría cuidar de él un par de días.”
“Bueno, no
sé... Es que yo...,” respondí, tomada por sorpresa.
“No te
preocupes. Lo entiendo si no puedes. Todavía tendrás trabajo que hacer en tu
nueva casa, y además te apetecerá aprovechar lo que te queda de vacaciones.”
“No, no es
eso. Ya tengo esto bastante arreglado, y Javi y yo podríamos pasarlo bien un
fin de semana. Además, tú necesitas ese descanso. Lo cuidaré con mucho
gusto.”
“Pero no
sonabas muy convencida. De verdad que no quiero obligarte.”
“Yo...
Verás, seré sincera contigo. Lo que ocurre es que no sé si voy a poder con
él...”
“Ah, lo
dices por su comportamiento, ¿verdad?”
“Me temo
que sí. Algunas veces es el niño encantador que recuerdo, pero otras actúa
como si no respetara a nadie y sólo pensara en sí mismo. Ese chico necesita
disciplina, y tú no pareces querer dársela.”
“Sí, creo
que llevas razón. Si te contara algunas cosas que ha hecho no te lo creerías,
pero es que él es lo único que tengo, y no puedo soportar castigarlo.”
“Pues no
le estás haciendo ningún favor. Vas a tener que cambiar de estrategia.”
“Sí.
Pensaré en ello, de verdad,” suspiró Fátima. “Y gracias de todas formas. Ya
nos veremos mañana. Te quiero.”
“¡Espera!
Decía en serio lo de que necesitas un descanso. Yo me ocuparé de Javi un par
de días. Sobreviviré.”
“No, pero
es que es verdad todo lo que has dicho. Desde que Alfonso y yo nos separamos
lo he mimado demasiado. No tengo derecho a echarlo a perder y luego pedirle a
alguien que lo cuide.”
“A mí si
tienes derecho a pedírmelo, caramba, que para algo soy tu hermana. Y además,
no está echado a perder. Lo que pasa es que está explorando los límites que
le pones y no acaba de encontrarlos. Simplemente necesita que le impongan
algunas reglas y que lo traten con mano firme cada vez que se porte mal.”
“¿Pero no
me odiará si lo castigo?”
“No digas
tonterías, Fátima. Vamos a ver, ¿qué hubiera hecho nuestro padre si le
hubiésemos hablado alguna vez como Javi te habla a ti? ¿Y lo odiábamos por
eso, acaso?”
“¿Qué
hubiera hecho...? Oh, pero ¿te refieres a...?”
“Sí, eso
mismo. Francamente, cuando un niño no hace lo que su madre le dice e insulta
a sus mayores, está pidiendo a gritos que le calienten a conciencia el
trasero.”
“Pero yo
creí que eso ya no se hacía.”
“Pues
claro que se hace, mujer. Cada vez que veas a unos padres con hijos
respetuosos y obedientes puedes estar segura de que es porque saben que no
les van a consentir actuar de otra manera. ¿No recuerdas lo efectivo que eran
unos azotes a tiempo cuando éramos pequeñas?”
“Sí, es
cierto. Pero Javi es más testarudo de lo que éramos nosotras. ¿Tú crees que
eso serviría con él?”
“Sí que lo
creo. Pienso que si Javi es testarudo es porque tú se lo permites.”
“Puede
ser. ¿Sabes?, creo que voy a seguir tu consejo. No sé si funcionará, pero al
menos merece la pena intentarlo.”
“Creo que
no te arrepentirás y que Javi acabará agradeciéndotelo.”
“Me ha
animado hablar contigo, hermanita. Estaba preocupada por este tema y no sabía
qué hacer. Lo que tú me has dicho me ha devuelto las esperanzas.”
“Me alegro
de ayudarte. ¡Ah!, dime, ¿quieres que cuide de Javi este fin de semana,
entonces?”
“Te lo
agradecería de verdad. Y tienes mi permiso para disciplinarlo como si fuera
hijo tuyo, si lo consideras necesario.”
Así que el
viernes por la tarde Javi y yo nos despedimos de Fátima y fuimos en coche
hasta mi casa. Era la primera vez que Javi la veía y quedó favorablemente
impresionado. Le expliqué que el suelo era de moqueta y que había que
quitarse los zapatos y dejarlos junto a la entrada, lo cual le hizo mucha
gracia.
Pasamos
una tarde agradable en la piscina que había en el patio de la casa, y Javi se
comportó como un ángel en todo momento. Bueno, como un pequeño diablillo,
para ser más exactos: me salpicaba cada vez que me ponía a tomar el sol y se
echaba a reír, debió de sacar la mitad del agua de la piscina de tanto
tirarse estilo bomba y aquella noche hubo que insistir mucho para conseguir
que se acostara, pero todo dentro de lo que se puede esperar de un niño de
once años normal.
El sábado
por la mañana, sin embargo, la situación cambió. Javi había salido a dar un
paseo por la urbanización, y cuando volvió olvidó quitarse los zapatos y me
llenó la moqueta de barro.
“¡¡Javi!!
¡Mira lo que has hecho!,” exclamé. “Quítate los zapatos ahora mismo.”
Hizo lo
que le dije, pero cuando le pedí que me ayudase a limpiar la moqueta
respondió para mi asombro:
“Que te
folle un pez. Limpiar es cosa de mujeres.”
Yo me
quedé boquiabierta de que un niño que había sido tan agradable hasta entonces
utilizase de repente semejante lenguaje, por no hablar del machismo y del
desprecio con que se había dirigido a mí. Pues bien, no estaba dispuesta a
tolerar que nadie me hable así en mi casa.
Me acerqué
a él y, reprimiendo el impulso de darle una bofetada, lo agarré por la oreja
y lo arrastré hacia una silla.
“¡Ah! ¡Ay!
Suéltame, zorra. Me estás haciendo daño. Que me sueltes.”
Ante esto
incrementé la presión sobre la oreja.
“Creo que
aquí hay alguien que necesita que le laven la boca con jabón, ¿no te
parece?”, le dije. “Pero antes nos ocuparemos de ponerte el culo bien
calentito, para que puedas sentarte más cómodamente.”
Dicho y
hecho; lo solté y, mientras estaba ocupado frotándose la oreja dañada, le
desabroché los pantalones cortos que llevaba y se los bajé, junto con los
calzoncillos, hasta las rodillas.
Javi soltó
un grito de consternación y trató de cubrirse, pero yo ya me estaba sentando
y, tomándolo por las muñecas tiré de él hasta tenderlo de bruces sobre mis
rodillas.
“Jovencito,
prepárate para recibir la azotaina de tu vida,” le dije.
“Suéltame.
No puedes hacerlo. No tienes derecho,” protestó, tratando de escapar. Pero lo
tenía bien sujeto. Con mi mano izquierda le agarré por la muñeca para que no
pudiera protegerse el trasero y comencé a abatir con fuerza mi mano derecha
sobre sus nalgas.
“Como
puedes ver, sí que puedo,” le dije, deteniéndome un instante. “Tu
comportamiento es intolerable. Te mereces una buena zurra y además tengo todo
el derecho del mundo a dártela, ya que tu madre me ha dado permiso para
hacerlo si lo considero necesario.”
Javi ya
había empezado a llorar, poco acostumbrado a que lo trataran con la mano dura
que obviamente necesitaba. Pero no dejé que sus lágrimas de cocodrilo me
impresionasen y continué castigándolo enérgicamente.
Javi
empezó a gritar enseguida “¡AAAHH! ¡Nooooo, tía Raquel, por favor!”
Sonreí
para mis adentros al comprobar lo rápido que su actitud estaba cambiando,
pero estaba convencida de que esta azotaina debería ser larga para que no se
le olvidase en mucho tiempo.
“¿Vas a
volver a hablarme en ese tono alguna vez, jovencito?”, le pregunté mientras
las nalgadas seguían cayendo con firmeza sobre su desprotegido trasero,
cubriéndolo una y otra vez y haciendo que fuera adquiriendo el color rojo
característico de una buena sesión de azotes.
“¡Nooo!
¡Oh, por favor, duele mucho!”
“Se supone
que debe doler, por eso es un castigo. Un castigo que tienes bien merecido,
debo añadir. ¿Vas a limpiar la moqueta que has ensuciado?” ...Plas, Plas,
Plas, Plas...
“¡Síiiii.
Por favor, perdón! ¡Ayyy! ” Las lágrimas de Javi fluían libremente, y sus
piernas se agitaban y pataleaban hacia arriba y hacia abajo como si con eso
pudiese aliviar el dolor y el escozor que le causaban los azotes en el
trasero.
“A partir
de ahora las cosas van a cambiar, ¿me oyes? Cada vez que desobedezcas a tu
madre o a mí, o que faltes el respeto a cualquier adulto te encontrarás con
los pantalones bajados recibiendo unas buenas nalgadas antes de que te des
cuenta de qué está pasando.”
“Sí...
yo... ¡¡Ay!! Lo siento... ¡Ow! Por favor, seré bueno...”
Seguí
azotándolo un rato más, ignorando el dolor que sentía en la mano, hasta que
vi que ya estaba llorando tan fuerte que le resultaba imposible hablar con
coherencia. Además, la piel de su trasero había adquirido la tonalidad de
rojo que estaba buscando. Así qué detuve la azotaina y lo dejé llorar un poco
sobre mis rodillas. Quizá hubiera sido el momento de reñirle un poco más para
estar segura de que entendía el motivo por el que había sido castigado, pero
estaba llorando de tal forma que no creí que fuese a enterarse de nada.
Finalmente
lo levanté y le subí los calzoncillos y los pantalones cortos. Nada más
soltarlo comenzó a dar pequeños saltitos frente a mí, llorando y frotándose
la parte trasera de los pantalones. Hubiera resultado gracioso de no ser
porque sabía que estaba sufriendo un fuerte dolor. Me daba mucha pena, y
comprendía que su madre encontrase tan difícil castigarlo. Pero al menos
sabía que el dolor se le pasaría pronto y que de este modo aprendería una
lección que necesitaba de veras.
“Vamos,
vamos,” le dije, atrayéndolo a mis brazos. “Ya está, ya pasó todo.”
Él se
aferró a mí como si le fuese la vida en ello y siguió llorando un buen rato.
Aunque le
había dicho que le lavaría la boca con jabón, no tenía corazón para seguir
castigándolo, así que me limité a sostenerlo en mis brazos y susurrarle
palabras de consuelo, mientras él iba dejando de llorar poco a poco y me
pedía perdón.
Durante
todo ese sábado Javi se mostró muy dócil e inseguro, como temeroso de
provocar mi enfado otra vez. Yo hice lo posible por animarle y demostrarle
que le seguía queriendo. Por la tarde lo llevé al cine y a cenar a una
pizzería (le encantan las pizzas), y para cuando llegamos a casa por la noche
ya había recuperado su alegría normal.
Por la
noche, al arroparlo y darle las buenas noches me dijo: “Tía, siento mucho
haberme portado mal.”
“Y yo
siento haber tenido que castigarte. Espero de veras no tener que hacerlo
nunca más, porque me sentía muy triste al verte llorar.”
“¿Sabes
una cosa?”
“¿Qué?”
“Que si
quieres me puedes seguir llamando trigecito,” me dijo. “Bueno, siempre que no
haya nadie delante.”
“Trato
hecho, mi tigrecito. Buenas noches y hasta mañana,” le dije mientras le daba
un beso en la mejilla. “Mañana tengo una sorpresa que creo que te va a
gustar.”
Y en
efecto, mi sorpresa le gustó, ya que ese domingo lo llevé a un parque de
atracciones y pasamos un día fantástico. Él disfrutando de lo lindo y yo
viéndolo disfrutar a él y contagiándome de su entusiasmo.
Tras
llevar a mi sobrino a su casa esa noche, tuve una larga conversación con
Fátima, a la que le habían sentado muy bien los dos días de descanso en la
playa. Le expliqué todo lo que habíamos hecho ese fin de semana y también le
describí en detalle el correctivo que le había tenido que aplicar a Javi.
Varios
días después, mi hermana me dijo que Javi no dejaba de hablar de lo bien que
se lo había pasado conmigo, y me comentó que los azotes parecían haber sido
muy efectivos, ya que su comportamiento había mejorado de forma notable.
Hasta hoy
no he tenido necesidad de volver a darle una azotaina a Javi. Su madre sí lo
ha hecho, convencida ya de la efectividad del método, aunque sólo se ha visto
obligada a recurrir a ese castigo en muy contadas ocasiones.
FIN
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ME ha encantado esta historia es nueva y fascinante para mi
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